Desde que, hace más de cien años, Marcel Duchamp hincó un nuevo huevo de Colón conceptual al plantear que cualquier objeto vulgar podía convertirse en obra de arte con tal de descontextualizarlo, el vanguardismo no cabe en si de gozo. Los disparates, las frivolidades y las tomaduras de pelo, muchas de ellas millonarias, inundaron los museos y las salas de arte más reputadas. Payasadas herederas de aquel inicial mingitorio de
Duchamp campan por las galerías de culto, a condición de que la desfachatez se extienda al argumentario del catálogo con algo provocador e indemostrable; eso sí, en papel satinado de un gramaje que para sí quisieran los embalajes de lavadoras. Todavía no estoy repuesto de la conmoción que me infligieron algunas instalaciones. La más reciente -todavía abierta al público y gratis- puede disfrutarse en la calle Pérez Parallé de Canido: un colchón blanquecino en medio de un jardín, al pie de un gran arce, cerca del Muiño do Vento. La exhibición lleva un mes en cartel, con gran éxito de crítica. De momento, ha sido visitada por varias excursiones del servicio de jardinería y, porque todos están al quite de lo que es y lo que no es arte verdadero, hasta ahora tanto los capataces, como los sopladores o los cortadores de césped han respetado la obra: el colchón sigue incólume.
También lo han visitado los recogedores de vidrio, el servicio municipal de limpieza, los recogedores de enseres, los de plásticos y los del papel. Todos han mostrado su delicada sensibilidad artística al pasar ante la instalación: ni la tocaron.
Y los vecinos, claro, quién sabe si alguno de ellos es el anónimo artista, otro Banksy en el barrio, o un nuevo Duchamp.