Varios amigos, también muy aficionados a volver una y mil veces a los lugares en los que, como diría César Antonio Molina, «se calma el dolor», están convencidos de que, si uno las escucha con la atención suficiente, las piedras labradas en el pasado -o al menos algunas de ellas- pueden llegar a hablarnos, desvelándonos cómo eran esos lugares mucho antes de que nosotros naciésemos. Y no seré yo quien ponga en duda tal cosa. Ojalá sea así, como ellos piensan. En el fondo, ¿qué sabe uno del inmenso misterio que nos rodea? Lo cierto es que ninguna de las piedras labradas en el fondo de las edades abrió jamás la boca en mi presencia. Pero tan cierto como eso es que en una ocasión, en el maravilloso archivo de una catedral, al tener ante mí uno de los más antiguos documentos que Galicia posee, tuve la sensación de que, de alguna extraña manera que no sé explicar muy bien (detrás de mis ojos, y no a través de ellos), conseguía ver las manos de quien había firmado aquella escritura, al igual que las del notario real, que permanecía junto a él en todo momento. Hasta me pareció ver, incluso -a través de la niebla que, pegada a mi piel y a la tristeza, había franqueado conmigo la puerta del claustro-, las largas trenzas rubias del joven monarca, así como la melena, blanca y lacia, del viejo canciller que portaba el sello. No sabría decir, en cambio, cómo eran los rostros de aquellos espectros: las sombras se los llevaron antes de que pudiese verlos. En cualquier caso, si de verdad las piedras pueden hablarnos, me gustaría saber escucharlas. Y cuando digo piedras no me estoy refiriendo a las que mandaron labrar los faraones de ese milagro llamado Egipto, ni a las que guardan la memoria de los emperadores romanos, ni a las que vieron a Homero cantar la ira de Aquiles y el regreso de Ulises. Pienso en piedras más cercanas; en las que nos permiten viajar a través de nosotros mismos hasta llegar, sin movernos de aquí, muy lejos. Pienso en el capitel de Santa Catalina de Montefaro en el que San Francisco predica a las aves. Pienso en el sepulcro de Aras Pardo O Vello, que está en Monfero. Pienso en el ferrolano Cristo de la Tahona. Pienso en el peto de ánimas de la concatedral de San Julián, ferrolana también. Pienso en la fuente de San Ramón, que está en Sillobre. Pienso en la garita de Herbeira. Y pienso en el campanario de Caaveiro, siempre en silencio.