El centenario de Luz Pozo Garza, el norte y la eternidad de los versos

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

Agostiño Iglesias

26 jun 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El mundo de la cultura celebra, con profunda emoción, el centenario del nacimiento de Luz Pozo Garza, la extraordinaria poeta —excepcional en mil y un sentidos, puesto que no solo fue una formidable escritora, sino además una profesora magnífica y un maravilloso ser humano— que vino al mundo en Ribadeo 1922 y que falleció en A Coruña en el 2020. Tuve el honor de conocerla en persona —permítaseme anotar, y discúlpenme también esta confidencia, que fui su amigo—, y creo que en verdad puede decirse que su marcha dejó un vacío inmenso tanto en el mundo de las letras como en el corazón de cuantos la queríamos. En estos tiempos de tantas prisas, en los que hasta lo que nos parece más valioso tiende a desaparecer, lo habitual es que cuando un escritor marcha al otro lado del río su recuerdo se vaya desvaneciendo poco a poco, hasta que el paso del tiempo rescata su obra o hasta que a sus páginas las envuelve, implacablemente, el manto del olvido. Pero con Luz —que por cierto estuvo muy vinculada a Ferrol desde mediados del pasado siglo a través del grupo de escritores y artistas del que nació la revista literaria Aturuxo, un grupo del que formaban parte desde Miguel Carlos Vidal y Mario Couceiro hasta Tomás Barros— pasa algo muy distinto: su ausencia no solo no ha desdibujado su estela, sino que, con la perspectiva que aporta la distancia, ha hecho que su inmenso legado —un legado, insisto, no solo artístico, sino también humano y académico— sea más y más valorado cada día que pasa. Conservo dos dibujos que ella me regaló —tenía también un extraordinario talento para las artes plásticas—, y además un poema que guardo como el inmenso tesoro que es, y que siempre me conmueve: «E acendes con amor o espazo insólito / e xa o milagre estende a súa vehemencia (...) / E hai guindas bendecidas pola choiva / no mítico fondal da horta de Pedre / e os nenos e os paxaros beben delas», dicen sus versos. Luz solía repetir que la poesía nos conecta con el inmenso misterio que nos rodea. Y a fe que, en su caso, como jamás me cansaré de repetir, nada hay más cierto. Vuelvo a sus versos («Cada lugar un medo. A corredoira un río / e o tempo en xeografías ensoñadas / van da Última Bretaña ao Reino liminar /da Vía Láctea»), y la prodigiosa voz de Luz me permite regresar, de nuevo, al tiempo que habitaron todos los que tanto echo de menos. Nadie como ella, con su dulzura infinita, con su elegancia inmensa, encarnaba este Galicia do Norte nuestra que abraza dos mares, que tiene sus capitales en Ferrol y en Mondoñedo y cuyo espíritu, esencialmente poético, renace cada día entre las magias de la Terra Chá luguesa. Cierro los ojos y, gracias a la generosidad del cielo, veo a Luz de nuevo. La veo y, además, escucho su voz. Yo la oigo, a veces, recordar a Cunqueiro. Y otras veces sus palabras, que también eran música —ya saben ustedes que era una excelente pianista, cosa que a menudo me recuerda nuestra común amiga Esther Otero—, me traen hasta este lado del río la prodigiosa luminosidad de las riberas del Landro, que hace de Viveiro una sinfonía de colores; o el majestuoso encanto de Ribadeo. Ferrol le parecía una ciudad única, irrepetible. Y sentía un gran afecto por el Real Coro Toxos e Froles. ¡Cuánto se la echa de menos...! Ahora, sin Luz Pozo, el mundo es más pequeño.