
La iglesia de San Vicente de Cubelas —o de Covelas—, en la maravillosa tierra de Ribadeo, tiene tres relojes. Uno se encuentra dentro del templo. Junto a la imagen de San Ramón Nonato, do Meu Santiño. Otro es un reloj de sol, de piedra, situado sobre el lateral sur y labrado, según él mismo nos dice en una inscripción, a finales del XVIII, cuando se reformó la iglesia. Y el tercero, ahora estropeado, que habita su propia torre y cuya fecha de fabricación desconozco, es un reloj mecánico precioso, de los que funcionan con pesas. «¡Hai que amañar ese reloxo...!», me dice, siempre sonriente, Gonzalo, el cura, que fue profesor de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca y que ahora, además de canónigo de la catedral de Mondoñedo, es quien atiende, como párroco, un buen número de parroquias de esa comarca. A Cubelas fui hace un par de días, pasando, entre otros lugares, todos ellos muy queridos, por Igrexafeita, por As Pontes, por Vilalba, por Abadín, por Mondoñedo y por la propia villa de Ribadeo. Y después volví, siempre por tierra amada, pasando por Vilanova de Lourenzá, donde nació don Paco del Riego.
Los amigos de Cubelas, los que ya tenía antes y otros que ahora tengo nuevos —entre ellos un señor que me contaba que hizo la mili, hace cincuenta años, en Ferrol, en el Sánchez de Aguilera—, me preguntaban cuándo comencé a soñarle una Última Bretaña al envés de esta Galicia do Norte nuestra. Y yo les expliqué que fue cuando me di cuenta de que todo este norte del norte, la única Galicia que da a dos mares —e, históricamente, la peor tratada de las Galicias todas, si se me permite decirlo así—, es un país con alma propia, además de un territorio de infinita belleza. Un país que, más que un reino, es un mundo entero. Después me preguntaron, también, cómo puede estar la Tierra de Escandoi dentro de ese mundo, cuyo territorio coincide esencialmente con el de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, si Escandoi tiene su corazón en Sillobre, que es la primera de las parroquias de la Diócesis de Santiago. Y yo les respondí que, de esa Última Bretaña, Escandoi es la puerta.
(Al marchar, mientras caía la tarde, cantaban mucho los mirlos. El sol del crepúsculo hacía brillar las piedras de un palomar. Todo olía a manzanas. Y casi se me olvida decirles que el reloj que quieren arreglar en Cubelas tiene en lo alto de la torre, para dar las horas, una campana).