Hace unos días, Miguel Anxo Murado nos recordaba en uno de sus excelentes artículos que este año es el centenario del fallecimiento del escritor Josehp Conrad, uno de mis grandes clásicos, por el que siento una admiración desde mi época del bachillerato. Siempre me llamó la atención que, siendo polaco, escribiese sus magníficas novelas en inglés; que siendo huérfano desde niño, sobreviviese al mal ambiente del puerto de Marsella, entre corsarios y forajidos, adonde le llevó su afición por el mar y por los barcos y donde se instaló a los dieciséis años; y que recorriese el mundo civilizado y parte del otro, y llegase a ser un honorable oficial de la Marina inglesa. Un hombre que supo hacerse a sí mismo entre piratas y canallas. Al final de su vida marítima, se instaló en Inglaterra, formó una familia y se dedicó a escribir sus recuerdos con una prosa fácil, precisa y con sabor a autenticidad. En su caso, se podría traer a cuento aquella sentencia que escribió años más tarde Albert Camus: «Si escribes claro, tendrás lectores; si escribes oscuro, tendrás comentaristas y discípulos». Conrad tuvo muchos lectores.
Con el artículo de Murado recordé a Conrad y también un pequeño incidente que provoqué, sin pretenderlo, entre las nietas de un amigo, un día de hace unos veranos. Después de una comida en su casa en el campo, salimos a dar un paseo por los alrededores. Nos encontramos una pradera verde y enorme, en la que muchas vacas pacían y otras descansaban a la sombra de unos robles. Y se me ocurrió comentar con mi amigo qué diferencia entre este idílico grupo de vacas y el que describe Conrad en una de sus novelas, protagonizado también por estos animales. Mi amigo, gran admirador del escritor, no recordaba el pasaje y me pidió que lo contase. Las niñas también se interesaron por lo que iban a escuchar.
Y entonces les comenté que en un viaje por mar de Indochina a la India, un tifón había corrido la carga del barco, del cual Conrad era el segundo oficial. La nave avanzaba escorada y, cerca de la India, el capitán, para salvar el barco y la tripulación, decidió que se arrojase por la borda toda la carga, incluidas las veinte vacas que llevaban en la bodega. La costa estaba cerca y, si llegaban, serían respetadas como animales sagrados. Las vacas, desorientadas, quedaron flotando todas juntas, como esas que estaban a la sombra, delante de nosotros. Todo estaba en orden: el barco, enderezado ya e inmóvil; el mar verde y en calma, como su fuera un prado; las cabezas de las vacas asomando por encima de la lámina verdosa, moviéndose muy lentamente. Pero pronto los animales empiezan a mirar con ojos de inquietud y se escuchan los primeros mugidos de angustia. Y de inmediato, los del barco detectan los primeros tiburones, La angustia ahora también es de los tripulantes, incapaces de poner remedio a lo que parece inevitable. Porque, en efecto, el agua empieza a teñirse , alguna cabeza desaparece bajo el agua para volver a emerger segundos después. Las dentelladas de los tiburones hacen estragos en el cuerpo sumergido de las vacas, pero estas ya ni se quejan... Cada una aguanta estoicamente hasta donde se lo permiten los destrozos que los escualos les están causando.
Y en este punto me di cuenta de que no debería haber contado esta historia. Me dejé llevar por la plasticidad con que Conrad lo narra en esas páginas antológicas y no me percaté de que las niñas me seguían con angustia en la cara y unos gruesos lagrimones en los ojos. No siempre se acierta con la literatura.