Confieso que me apropié de esta expresión( y algo más) que leí en unas reflexiones de Ramón Loureiro (La Voz, 25 de enero) que consiguieron, por su profundo análisis de la realidad, que me reconciliase conmigo misma al reconocer y rechazar esa parte de mí que se abraza a la ira como personal arma defensiva en una sociedad que, en gran parte, ha renunciado al compromiso político y se ha convertido en escéptica plebe incapaz de observar el mundo con la mirada abierta a un horizonte más allá del yo, sin el odio o la tibia resignación, las más estériles de las formas de hacer frente a la decadencia que, con evidencia innegable, se va extendiendo por la sociedad española (y por la europea) que abandona los referentes que la hicieron grande y avanzada en derechos y libertades constitucionalmente reconocidos.
Esa página la he guardado en la carpeta de textos que releo con frecuencia para alimentar la esperanza de que es posible que este tiempo de ira y materialismo, que avanza con preocupante normalidad, dé paso al rechazo de la estéril confrontación política, que todo lo contamina, y nos convierte en diletantes permanentes en un escenario de vulgaridad y superficialidad en el que ha desaparecido la necesidad de profundizar en lo esencial. Y así se construye un relato guionizado, con el único objetivo de ganarlo y utilizarlo como perverso recurso para sumar voluntades a favor de una causa y… la contraria, defendidas en el mismo discurso. Y la vida se va frivolizando y relajando el compromiso con la defensa de la España democrática que tanto costó consolidar y en la que hoy no existe un horizonte en el que el yo dé paso al nosotros.