
Me refiero a nuestra muralla. Pero muro es lo que me sugiere una mirada serena a su fisonomía. Y voy anotándolo en mi cuaderno para conservarlo como aportación de mi contacto con la realidad socio-ambiental en la que siempre encuentro referentes de valor incuestionable, que solo se descubren si escuchamos y miramos (que no es lo mismo que oír y ver) desde la sana curiosidad por conocer lo que, por cotidiano y obvio, se convierte en invisible o en cortina que esconde la valiosísima aportación de la bien llamada sabiduría popular, que recoge el pensamiento más racional; la poesía más pura o la capacidad del ser humano para guardar lo esencial de su pasado sin tener lápiz ni papel, ni, como decían los abuelos, más armario ni cajón que la memoria. Y no porque no existiesen tales cosas, sino porque nunca pudieron poseerlas. Millones de seres humanos, aún hoy, no tienen papel ni lápiz, ni ordenador. Y, aun así, son capaces de guardar y transmitir un legado de sabiduría popular que resiste el tiempo sin envejecer
Y el desprecio de esos saberes es uno de los muros que separa a los que trabajan de los que levitan sobre la realidad en la alfombra mágica que tejen, con el sudor de su frente, quienes pisan y aran la tierra patria, a diario, para fertilizarla.
Los ferrolanos somos expertos en muros. Unos de cemento y otros invisibles, porque son férrea telaraña escondida en las entrañas de la nostalgia. Pero el muro, nuestra muralla, que parte el horizonte, va a caer con dignidad. Porque no permitiremos que sea arma arrojadiza sino ventana que amplía nuestro micro universo, necesitado de más sabiduría popular y menos «inteligencia artificiosa».