Me acuerdo muy bien, quizás porque se trata de uno de los primeros recuerdos que mi memoria guarda.Fue tal día como hoy, un 31 de agosto, festividad de San Ramón Nonato. Concretamente, en 1969, que también fue el año en el que el Apolo XI llegó a la luna. El niño del que yo desciendo, que llevaba sobre la cabeza un extraño sombrero de paja (un sombrero como de marino de país muy lejano, o de miembro de la tripulación de cualquier buque fantasma, ceñido con una cinta azul que el viento movía de vez en cuando...), aguardaba, de la mano de su madre, que la procesión comenzase. Era aquel un niño —y conviene aclararlo— más bien rallante, nada proclive a la quietud y al silencio, un niño un poco insoportable. De manera que enseguida comenzó a impacientarse, a aburrirse por una espera que debió de ser de apenas unos minutos, pero que a él le parecía intolerablemente larga. Y ya estaba a punto de dar rienda suelta a su cabreo, a fuerza de berridos o pegando saltos, cuando alguien, para apaciguarlo, le trajo algo que lo hizo sonreír, con los ojos como platos: un globo colorado.
Comenzó al fin la procesión. Repicaban las campanas, empezó a sonar la música y el aire se llenó de fuegos artificiales. Entonces al niño le dijeron, o casi le gritaron, al oído: «Mira, o Teu Santiño».¡Y sí, allí estaba! ¡Era San Ramón, vestido de cardenal y portado a hombros! Así que el niño, entusiasmado, soltó el globo, a manera de homenaje, para que lo viese volar el santo. Hasta creo recordar, fíjense, que el santo sonreía también, mirando el globo; pero eso seguramente lo habré soñado, claro.