
En A Capela, allí por donde el mundo se llama —y lo digo solo por citar algunos ejemplos, maravillosos todos ellos— Formariz, Cabalar, As Neves, Bertoña o Vilar de Mouros, está también, en plena fraga del Belelle, Río Cuberto, que es un precioso lugar en el que el río, como por arte de magia, desaparece —se oculta bajo tierra, aunque sigue dejando escuchar su canto— para brotar, de nuevo, como en un milagro, en su majestuoso viaje hacia el mar, un poco más abajo. Yo no había estado jamás allí, aun encontrándose ese lugar apenas a unos kilómetros de la casa en la que vine al mundo. Fui allí el domingo, con amigos de los que solo uno, gran cazador, conocía el camino —fue él, naturalmente, quien nos hizo de guía, mostrándonos los secretos de aquel paraíso—. Y viendo cómo la luz del invierno se adentraba en las limpísimas aguas del río sentí la misma emoción que me invadió, hace muchísimos años, una tarde de agosto, viendo cómo el sol de la Toscana abrazaba los tejados de Florencia. Muy hermoso es el Belelle, el mayor de los ríos de Escandoi; un río que, como todos sus hermanos, parece haber nacido para ser navegado con barcos de papel o con navíos construidos con la materia de los sueños. Estoy convencido —no me cabe duda— de que, en alguna ocasión, cuando San Rosendo venía a estas mismas tierras, atravesando las nieblas de la Edad Media, para descansar, al pie del Padre Eume, entre los sagrados muros de Caaveiro, también visitó alguna vez, quizás a lomos de un poderoso caballo blanco, Río Cuberto; y hasta creo que también él debió de emocionarse, entonces, ante esa formidable obra de Dios.