
Vuelves a San Sadurniño, pongamos por caso, mientras se va terminando uno de los primeros días de octubre, con el otoño pintando de colores la tarde entera, y al llegar al antiguo convento del Rosario, donde está uno de los más hermosos hórreos —el viejo hórreo de los frailes— de Galicia entera, contemplas, asombrado, el casi infinito número de los erizos de las castañas, que alfombran el suelo. En verdad son magníficos los castaños, árboles ciertamente sagrados, que hay junto a la antigua iglesia conventual, consagrada a Santa María Maior. Y las castañas que nacen de sus ramas son dignas hijas de ellos. Tanto te impresiona su visión que retrocedes unas pasos para que nada altere lo que tus ojos contemplan. Hay algo mágico, siempre lo hubo —el gran Felipe Senén ha escrito mucho sobre eso—, en las castañas del otoño y en los erizos que las envuelven. Algo que nos conecta, sin necesidad de palabras, con el secreto sentido de la vida y con el inmenso misterio que nos rodea.
En el interior del convento, en el jardín protegido por el claustro, los pájaros le cantan al crepúsculo. Dentro de la iglesia, cuya capilla mayor conserva, además de una preciosa nervadura gótica, más de un capitel románico, los antiguos señores de la tierra descansan, junto al retablo barroco que también guarda la memoria de lo frailes (en algún momento franciscanos, y dominicos en otros), convertidos —los viejos morgados, digo— en caballeros de piedra. El silencio de la eternidad, que casi puede acariciarse, flota en el templo. Etéreas sombras sin rostro pasan, caminando, ante la puerta de la iglesia.