«Flores de equinoccio». Yasujirô Ozu, 1958
29 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Nuestra actualidad instantánea, tan aficionada a confundir el ritmo con la prisa, suele catalogar a Yasujirô Ozu como un director lento, aunque no está claro que la velocidad sea aquí el parámetro de medición adecuado. Seguro que han visto muchas veces cómo las copas de los árboles se mecen unas contra otras en un día de viento, ¿dirían ustedes que son lentas? Porque así se balancea todo su cine, con una fluidez y una serenidad tan inconfundibles como difíciles de imitar. Posee una cadencia propia, digamos. Me estoy desviando de mi intención inicial, que era escribir sobre trenes, colores y planos vacíos, en concreto sobre esas imágenes bautizadas como pillow shots que Ozu inserta y utiliza como transición entre distintas secuencias. En apariencia son naturalezas muertas, objetos inanimados o simples paisajes que cumplen una función meramente ortográfica: pueden ejercer de signos de puntuación del relato, marcar un paso de tiempo o mostrar el espacio en el que se desarrolla la siguiente escena. Narrativamente no aportan mucho, parecen prescindibles, pero que nadie se engañe, abanican el ritmo de forma esencial. Estos planos nos hacen partícipes de un sentir en la mirada, de un misterio, de una ligereza poética y una melancolía que les otorga una importancia decisiva. Son encuadres que hablan en silencio. Ventilan la historia, por así decir.
Flores de equinoccio es la primera película en color de Ozu. Como era de esperar, adapta la paleta cromática a su estilo contenido y mínimo. Todos los fondos tienen colores amortiguados, tonalidades desvaídas, ocres, tierras y marrones, para, a continuación, ir puntuando aquí y allá con una nota musical (la franja roja de un kimono, una toalla turquesa, una tetera, unos labios). Uno no se explica cómo alguien puede estar tan dotado para la armonía. El argumento contiene todos sus temas predilectos: la familia como asunto primordial, padres a los que resulta difícil renunciar a sus expectativas y la ruptura generacional entre la tradición y lo moderno. Y luego está el asunto de los trenes de Ozu que siempre viajan hacia el futuro, como en el final de Cuentos de Tokio, con Setsuko Hara, la brújula de su cine, llorando en un tren que divide el pasado y el futuro, o el padre de Flores de equinoccio viajando hacia Hiroshima para disculparse con su hija. Resulta paradójico que a un director que apenas mueve la cámara y para el que los travellings son recursos que utilizan tipos con debilidad por el subrayado le guste tanto rodar en trenes. Al fin y al cabo, un tren no es más que un travelling eterno.
Por qué verla
Por la facilidad con que Ozu, si le prestamos un rato de nuestro tiempo, nos sintoniza con la vida
Por la naturalidad con la que se comportan los actores, sin sobreactuaciones, artificios ni estridencias
Por lo bien que resuelve Ineko Arima el papel habitualmente reservado a Setsuko Hara