Yoshiro Tachibana: la melancolía del realismo mágico

Antón Castro

FUGAS

KOPA

El profesor y crítico de arte Antón Castro recuerda su relación con Yoshiro Tachibana y desgrana las influencias del pintor japonés asentado en Muxía desde 1969 hasta su fallecimiento el pasado 17 de julio. «Como Miró, dedicó su vida a desaprender a pintar como un adulto para pintar como un niño y ofrecernos una imagen cercana al paraíso recuperado», explica Castro

29 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Conocí a Nino, que era como lo llamábamos en Muxía, pocas semanas después de su llegada al pueblo, a finales del verano del 69. Recuerdo que procedía de Granada. Pero antes había hecho un largo periplo que, con frecuencia, me relataba para satisfacer mi curiosidad. Días después lo invité al bautizo de mi hermano Ignacio -eran los últimos días de un septiembre caluroso- y supe de su interés por el flamenco y, de manera particular, por la pintura. El personaje exótico, alto y espigado, con su evanescencia mística, seducía tanto por sus escasos comentarios de un minimalismo zen como por su silencio y su mirada inquisitiva a la naturaleza. Se alojaba en la Casa de María de Valentín y el recordado y querido nieto de esta, Canducho, fue no solo su mejor valedor, sino el que introdujo al entonces joven artista en nuestras vidas y en las del pueblo. Seguimos viéndonos, con frecuencia, cuando yo regresaba a Muxía y ya había comenzado a estudiar en la Universidad de Santiago.

Empecé a conocer su pintura a principio de los años setenta, al tiempo que me hablaba de su padre pintor y de una dependencia estética de este al impresionismo y al postimpresionismo francés. En esa génesis, vertebrada por vía paterna, se fraguaría él mismo como artista. Es decir, en la tradición del vanguardismo histórico europeo que se había dado cita en la mítica l´École de París de las revoluciones pictóricas más decisivas que prolongan la desafiante interpretación monetiana de una naturaleza fragmentada y subjetiva a las dos primeras décadas del siglo XX, el de la modernidad convulsa e irreverente. Ahí encontró Yoshiro Tachibana su elemento nutricio como artista -como lo hizo su padre-, poética que le permitiría reinventar un mundo mágico, la secreción de lo real maravilloso que encontramos en la atmósfera de la Alicia de Lewis Carroll o en un peculiar paraíso perdido extraído del Aleph y de los cuentos más fabuladores del Borges que imagina realidades paralelas. Algo que hizo a lo largo de su diacronía pictórica, rompiendo la conciencia del decoro coyuntural de las modas impuestas en cualquier circuito internacional, porque su estilo se nutría del alma, de su percepción de la vida y especialmente de la naturaleza. Una naturaleza a la que rinde pleitesía en la figura del árbol como elemento simbólico, sometida a la fuerza sobrenatural de los viejos recuerdos de infancia, del kami o del shin, como expresión del espíritu, para encontrar, al fin, el camino (do).

Con mucha sutileza, Oriente se oculta en la efervescencia occidental de su pintura: una historia de luz y de color que pudo arrancar a la herencia del fauvismo matissiano, a su incandescente y feroz cromatismo cálido, tan simbólico en los reflujos de placer de August Macke y particularmente en la musicalidad del Paul Klee que entró en éxtasis estético después de su viaje a Túnez, en 1914, cuando gritaba, después de sentirse maravillado por la intensidad de la luz o por las infranqueables puestas de sol rojo: «El color y yo somos uno. Soy pintor». El Klee que geometriza con conciencia postcubista los paisajes urbanos. Referencias que se extienden a la mística y a la espiritualidad surrealista del Chagall más religiosamente laico, a la ingenuidad poética de Rousseau el Aduanero, al primitivismo de Modigliani o al sentimiento alegórico de simbolistas y prerrafaelistas... Cierto, son referentes, pero Yoshiro Tachibana ha logrado reinventarlos e incluso reactualizar su dimensión poética, su sentimiento más lírico, recorriendo la noche, aspirando a ese paraíso perdido que anunciara Milton, adobando de melancolía la aspiración a un mundo feliz, que era el que quería ofrecernos como posibilidad para soñar.

En la raíz de todo está ese reclamo que teorizó allá por los años veinte Franz Roh. Su realismo mágico iluminó todas las noches y aportó vida a los rituales lúgubres del romántico simbolista Böcklin frente a las secreciones del expresionismo más ideologizado. En ese realismo y en sus tesis, que importó Ortega y Gasset a la España del 27 en su Revista de Occidente, se nutrirían una buena parte de los realismos líricos a lo largo del tiempo -al igual que la literatura- y, consciente o inconscientemente, fue una metodología que permitió a nuestro hombre reinventar -cierto, sin excluir sus incursiones medievales ni siquiera la locuacidad visual de los beatos mozárabes- su mundo inconfundible, donde el cielo y la noche se daban la mano al igual que la luna y el sol, especialmente una luna que se alía con el rictus evanescente de sus lánguidas figuras femeninas que pueblan o flotan en el universo. Esa mirada cósmica, poblada de árboles y laberintos, de bodegones mágicos y de paisajes fabulados, constreñidos en una geometría de versos libres, que recuerdan la ingenuidad buscada como un poema sin fin en el Miró de las Constelaciones, aquel que, como Tachibana, había dedicado toda su vida a desaprender a pintar como un adulto para pintar como un niño y ofrecernos una imagen cercana al paraíso recuperado.

Como sucede con los grandes artistas, cuya obra se ha nutrido de la trascendencia del alma, la pintura de Nino Tachibana pervivirá como un recuerdo necesario, como una huella permanente que interpretó la vida desde la mística y la levedad del ser humano. Ese recuerdo vagará para siempre en el Corpiño y en la atmósfera atlántica da Costa da Morte, que él eligió hace 47 años, en la misma medida que aún hoy recorren incandescentes los poemas de Rosalía en las hierofanías de la Barca.

No estaría de más que el pueblo dedicase un espacio permanente a su pintura. Más allá de musealizar su recuerdo, supondría recoger la huella trascendente de su mirada artística y disfrutar del merecido paraíso, en términos kantianos, que opuso a las dificultades de la vida.

Antón Castro es crítico de arte y profesor en la Facultade de Belas Artes de Pontevedra