Netflix ha vuelto a atraparnos. Esta vez, con la rocambolesca huida de dos críos inadaptados e infelices; impertinentes, algo estúpidos y encantadores también, como unos adolescentes Micky y Mallory arrastrando todo tipo de taras afectivas
02 mar 2018 . Actualizado a las 23:15 h.Los asteriscos que reemplazan tres de las letras de su título son lo primero que llama la atención de The End of the F***ing World . Funcionan -demostrado queda- como gancho, pero también, inmediatamente después, como rombos rojos, como alerta con causa: porque es esta una historia clásica de adolescentes inadaptados y rebeldes, un relato sobre dos chavales que pongamos que se quieren y que se fugan a la aventura en el que, sin embargo, nada hay de cordial. Es descarado y demente por momentos, y sintiéndolo mucho, amargo. Pero también es tierno y muy divertido, incapaz de tan negro de negar su sello británico. Con un admirable pilotaje de ritmos -ahora avance frenético e irreflexivo (siempre hacia delante, siempre hacia delante), ahora pausa, cámara lenta (el conato del remordimiento, la duda)-, la nueva serie de Netflix que nos tiene dando palmas puede anotarse el tanto de ser capaz de mantener intacto el interés del espectador, tenga la edad que tenga, esconda el vicio que esconda: ya sea el de despistarse con el vuelo de una mosca -el gran mal del siglo XXI-, ya el de la glotonería, la gula desmedida.
Pero hay malas noticias para los insaciables, incansables maratonianos: el atracón de la temporada completa dura solamente dos horas y 40 minutos, tan escueto que ni opción da al empacho. Al contrario. Quienes así la han devorado quieren más. Quizá por eso Netflix, tan astuta ella, tan pendiente de las digestiones, ha dejado la puerta entreabierta a próximas entregas ya ilustradas con imágenes que circulan anónimas por las redes sociales y que bien pueden ser montajes logradísimos, bien pistas de qué pasará tras la última escena. Esa escena.
8 capítulos de 20 minutos
Para los que prefieren las dosis pequeñas, el racionamiento es perfecto: ocho episodios de aproximadamente 20 fugaces minutos a modo de concentradas píldoras ideadas para un nuevo ritmo de vida y, especialmente, para una nueva generación, la propensa a la distracción, de la que precisamente habla la escapada de Alyssa (Jessica Barden) y James (Alex Lawther, quien seguramente les sonará: es Kenny, protagonista del tercer episodio de la tercera temporada de Black Mirror, Cállate y baila). ¿Por qué pisarles los talones a este par de críos insensatos que parecen querer contarnos una historia que nos ha sido contada ya una y mil veces?
Miremos primero alrededor: porque ha recibido la máxima calificación en el portal de referencia Rotten Tomatoes y porque de esta bofetada a todos los que siguen creyendo que los nacidos del 2000 en adelante son quejicas malcriados ha dicho The Atlantic que es como una película de Wes Anderson, pero violenta; Channel 4, su cadena madre, que es la road movie de dos adolescentes inadaptados que rodaría David Lynch. Porque en ella están el carácter de Juno, de la pequeña Miss Sunshine y de Charlie, aquel marginado que aprendió a ver las ventajas de ser tal. Y porque es muy entretenida: lo es su premisa -James, convencido, miña xoia, de ser un psicópata, elige a Alyssa como víctima-, lo es (mucho) lo que pasa (y cómo pasa) luego y, sobre todo, sin dar más detalles, su salvaje desenlace.
También por las voces interiores de sus protagonistas, los Micky y Mallory de Asesinos Natos del 2018: por el desencanto y la impertinencia de la conciencia de Alyssa, por la reflexión final de la de James; sincero, valiente, fiel. Por la impecable factura de esta novela gráfica hecha serie, su deliciosa simetría, sus colores, su acertada selección musical. Porque muy contadas veces se ha plasmado la sexualidad (tan imperfecta, tan torpe) de una manera tan realista y porque se atreve a deslizar que en el amor, además de complicidad, también hay necesidad, interés. Porque nos zarandea -que si no te gusta tu vida, haz algo, cámbiala, corre; que el silencio suena fuerte; que las personas no pueden ser respuestas, solo preguntas-. Y porque todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos sentido miedo a crecer, hemos querido huir. Ver el mundo arder. Y mantenernos a salvo.