El hombre en la sombra que fue Javier Peña como trabajador de la Xunta se diluye en «Infelices», el debut narrativo con el que este coruñés se ha convertido en una de las grandes sorpresas literarias del año
29 nov 2019 . Actualizado a las 10:39 h.Desde que estudió Xornalismo, su trabajo consistió en escribir. Primero, para un medio deportivo. Después, para las consellerías de Cultura e Turismo y Traballo e Benestar. Un día Javier Peña (A Coruña, 1979) dijo adiós a una vida de asesor frustrado y decadente para brillar con su propia voz en un libro que, a pesar de su título, Infelices (Blackie Books), es una lectura feliz. Con Compostela como escenario, la tiranía de las expectativas une a unos treintañeros que se hacen llamar a sí mismos el Círculo de Viena. Los balances asoman a sus existencias como un precipicio con forma de número: 40. Con humor y una técnica narrativa fresca, sus infelices asaltan las librerías y los corazones de los lectores.
-¿Es más feliz ahora, con 40 y escritor?
-Vamos progresando adecuadamente. Estoy bastante más feliz. Lo que no quiere decir que lo esté plenamente. Creo que eso nunca lo voy a conseguir.
-Entre los suyos, ¿cómo digirieron el salto?
-Me felicitan por la valentía. Al final, todo aquel que está metido en un bucle, en un trabajo que no le satisface, quiere dar ese paso. No todos pueden. En mi caso, hubo varios factores importantes. El primero, que Blackie Books comprara la novela. Ese golpe de suerte lo tuve mientras estaba en el trabajo en el que era infeliz. Que mi mujer aportara unos ingresos más estables me permitió dar el salto. Esa valentía fue con una red.
-Hubo otro motivo, de carácter personal.
-Mi compañera enfermó de cáncer. Paula era lo único que me hacía feliz en un trabajo que me resultaba bastante insoportable. Cuando Blackie decide comprar el libro, a ella le diagnosticaron la metástasis. «Inténtalo y a ver si sale», pensé entonces. Y en esas estamos. La primera lectora de Infelices fue mi mujer. La segunda, Paula. De todo este momento feliz, lo más doloroso es que no esté para vivirlo.
-El despegue está siendo un éxito.
-El feedback es muy bueno. Entiendo que a los que no les gusta, no me lo dicen, ¡y se lo agradezco!
—¿Cómo fue enfrentarse a la página en blanco?
—Con 35 años, cuando empiezo a escribir el libro, estoy en el momento más bajo de mi autoestima. No me siento valorado. Pienso que estoy en un pozo, que nunca voy a salir de ahí. Solo si me echan porque hay un cambio de Gobierno. Además, te señalan, te vinculan a un partido.
—¿Se valora poco el trabajo de asesor?
—Cuando un discurso que has escrito está bien, el mérito se lo llevan ellos. Cuando está mal, la responsabilidad es tuya. Como es un cargo de confianza, te pueden despedir en cualquier momento. Y no se cobra mucho, a no ser que seas la hermana de la alcaldesa de Móstoles. «¡Hay que recortar en coches y asesores!», escuchas. Quería arrojar un poco de luz a la miseria de este trabajo. La gente piensa en Iván Redondo (el asesor de Pedro Sánchez). Él sí que asesora. Yo era el soldado raso.
—¿Le puso el mismo cariño a los discursos que al libro?
—Con cariño no los escribía [sonríe]. Era un trabajo funcionarial, burocrático. Pero soy incapaz, dentro de mis posibilidades, de entregar algo que me parezca indigno. No dormiría tranquilo. Y... sí que le guardo mucho cariño a algunos de los discursos que escribí para el exconselleiro Roberto Varela o en los Premios da Cultura Galega. Se prestaban a la literatura.
La felicidad llega a los 40
«No le va a gustar a nadie. No me van a entender», dijo para sí Javier Peña antes de que su novela debut se publicase. Pero su ficción parte de una realidad universal que golpeó a toda una generación.
—No era su voz la que hablaba como asesor.
—Escribía con la voz de otro. Meterte en su cabeza, alinearte, acaba haciendo mella.
—¿Por eso «Infelices»?
—La gente que me conoce me dice que esta novela soy yo. Soy ninguno y todos los personajes. El trasfondo, los traumas, los miedos, son los míos. Quería escribir algo mío. Demostrarme que podía redactar algo más que tantos por ciento de escuelas infantiles o residencias. Fue una necesidad de expresarme, de sentir que tenía algo dentro.
—¿Y de sentirse querido?
—En Ama, José Ignacio Carnero dice que escribe para que le quieran más. En el fondo, hay algo de eso. Creo que escribes para que te quieran, para tener un reconocimiento. Somos grandes infelices. No estamos cómodos en el mundo tal y como es, y creamos otros alternativos para evadirnos. Para las personas que tenemos ciertas dificultades para socializar, es también una forma de expresarnos. Soy un poco como Hans, el personaje. Con mucha vida dentro, pero que le cuesta sacarla. Escribir es una forma de sacar esa vida.
—¿Qué es lo que más valora de esta etapa?
—Me sorprende, no porque no crea en el libro, sino porque soy inseguro y pesimista. Que, con lo deprisa que vamos, alguien te regale unas horas para leer lo que escribiste. Es un acto de generosidad enorme.
—¿Piensa que escritores y lectores están equilibrados?
—Si haces la división, la ratio es preocupante. No veo muy normal que cada semana lleguen a las librerías cientos de novedades. Te mareas. Sé que muchos me dirán: «No publiques tú». No soy quién para decirlo, pero debería plantearse otro modelo donde no se imponga solo la cantidad, sino la posibilidad de que la escritura sea un trabajo digno, del que puedas, siquiera, malvivir. Para el 95?% esto es inviable.
—¿Leen los jóvenes?
—Siempre me vi como muy joven, ¡la última generación! Ahora me doy cuenta del salto. Debe de ser lo que tiene envejecer. Creo que la literatura se está adaptando a la tecnología con formatos y capítulos más breves. Sí que sigue habiendo, y con mucho éxito, novelas de muchísimas páginas, ahí está Dolores Redondo. Otros autores, como McEwan, apuestan por historias cada vez más cortas. Sin perder la calidad, hay que adaptarse a lo que piden las nuevas generaciones. ¿Vamos a conseguir con esto llegar a los lectores de menos de 30? No lo sé.
—Sus miedos son los de toda una generación: los «millennials».
—Una de las cosas que me llevó a escribir fue Crematorio, de Rafael Chirbes. La trama es perfecta, deseé tener 60 años para que me llegara aún más. Yo quise dirigirme a mi generación, pero es presuntuoso hablar de una novela generacional.
—¿Qué une a los nacidos entre los 80 y la primera mitad de los 90?
—La hostia que nos dio el mercado laboral fue difícil de asimilar. Lo peor de la crisis nos llegó camino de los 30, cuando había que dar el salto a unos trabajos menos precarios. Eso no se produjo y nos frustró.
—Pasado ese momento, ¿somos más felices?
—Creo que nunca hubo tanta gente yendo al psicólogo en España como ahora. Los nacidos en torno al año 80 lo tuvimos casi todo hecho, mucho más fácil que nuestros padres. Por eso no le damos valor a nada y no somos felices. Pero no solo a nivel material, sino sentimental. Y eso es lo más dramático, cuando no damos valor a nuestras parejas o nuestros amigos. Estamos comparando nuestra felicidad con la de los otros. Lo vemos en las redes sociales. Esa felicidad es totalmente falsa, impostada, de cara a los demás. La persona que no para de colgar fotos no está disfrutando del viaje.
—¿Eran igual de pretenciosos los universitarios que usted conoció que los integrantes del Círculo de Viena de su libro?
—Éramos un poco gilipollas. Nos creíamos la leche. Discutiendo en clase sobre McLuhan me acordaba de Annie Hall (Woody Allen). Yo era un gilipollas tímido, un pedante interno. Los personajes de Infelices son bastante raros y atormentados. Afortunadamente, la mayoría de la gente no es así.
—¿Hay un punto de nostalgia?
—Es muy triste que la parte estudiantil se esté perdiendo, sepultada por la ciudad turística. Santiago se está transformando a marchas forzadas en un parque temático que no tiene nada que ver con la ciudad universitaria que conocí. En los 90 la vida giraba en torno a las bibliotecas y librerías. Ahora, en torno a los kebabs y souvenirs. Me gustaría volver, pero sé que es imposible dar pasos atrás. En su momento no la exprimí demasiado, disfruto las cosas a posteriori.