La importancia de La Sardà

FUGAS

ALVARO BALLESTEROS

26 jul 2020 . Actualizado a las 09:38 h.

Mantenía la nostalgia a raya con su ironía, que es la retórica que le echa el humor a las tonterías y mamoneos de la vida, una forma de decirnos que las cosas no son lo que parecen. La ironía de Rosa María Sardà (Barcelona, 1941 - 2020) era su forma de soltarte: «En la dureza está la gracia, nen, te haré reír aunque no te dé la gana, sin quitarme las gafas ni el dolor».

La Sardà, de acento grave, como su apellido, se definía como una mujer libre e independiente, que no comulgó con la deriva del independentismo catalán, como una persona de difícil carácter que se casó, asumiendo el papel, muy joven y se convirtió en adúltera por culpa de él: «En lugar de irme a bailar o a saltar a la comba, cuando era pequeña me iba a hacer teatro. Yo me casé con el teatro, ¡me enamoré como se enamora la gente joven, como una loca...! Y me casé con él. Pero cuando ya era madura me apareció ese amante arrebatador que es el cine y me convertí en adúltera», contaba en el 2010 en una entrevista con Mara Torres tras recibir la Medalla de Oro de la Academia de cine. A los 24 esta atleta de la mente que le echaba cuerpo a la comedia y al drama se entregó a las tablas, desobedeciendo los deseos de su madre, que murió joven, dejándole uno de los papeles estelares de su vida: hacer de madre de sus hermanos Santi, Fede, Xavier y Juan.

La importancia de Rosa María Sardà se ve en sus memorias, que revelan el protagonismo invariable de los suyos, sus raíces, en cien páginas justas que se beben en tres tragos, y dan ganas de trasnochar, de bailar y vivir. Pero es como si La Sardà no hubiese querido demorarse en papeles secundarios, para no distraerse de lo esencial. Un incidente sin importancia, que publicó en noviembre del 2019, es su testamento literario, su libro de familia, memoria viva como una sobremesa. Es el título a lo Wilde de los recuerdos que ata con un cordel de ternura la actriz casi-casi hasta hacernos llorar. Son retales de vida que te hacen tirar del hilo para ir al principio de la vocación implacable de hacer, de ser, con ficción pero sin verdaderas concesiones, de La Sardà.

El libro se abre con una conmovedora carta para la madre: «Yo he hecho lo que he podido, y el tiempo ha hecho el resto (...) Instalada en la tregua, en esta mañana de verano que amenaza lluvia (en realidad, ya está cayendo un buen chaparrón), te escribo esta carta sentada cerca de la ventana que llora con lágrimas negras (no se trata de la maravillosa canción ni de una figura poética, es que llevo más de quince días sin limpiar los cristales...)». Cuando la emoción ahoga, nos hace la maniobra de Heimlich del humor Rosa María Sardà. La niña alta, flaca y sensiblona que fue se quita la máscara en estas memorias, un viaje con vacaciones, boda y una catástrofe que da cuenta de accidentes que ocurren en todas las familias. De sus abuelos María Oliva y Pep le vino el teatro, el irónico gusto por el tiempo de holganza, la gracia fabulosa de contar. Honorato, apaga la tele un rato. Lee a La Sardà: «Me habría gustado conocer a mi felicidad soñada. Quizá la carencia me ha hecho tan cojonuda, ¡qué coño!». ¡Emocionas, coño, Rosa María Sardà!