Jorge Bustos: «Con los años uno encuentra la sorpresa en lo propio»

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Carmelo Jordá

Crepita el lenguaje en «Asombro y desencanto», un viaje al corazón de Mancha y Normandía que invita a apagar las pantallas para recobrar la realidad

08 ago 2021 . Actualizado a las 21:59 h.

«Quizá en España han sobrado aventureros y faltado pensadores; quizá el prestigio lo dieron aquí antes los cojones que los sesos», descerraja Jorge Bustos (Madrid, 1982), un quijote bien armado de palabras que recobra la realidad en Asombro y desencanto. Son dos viajes en un libro que pone a caminar el pensamiento, a veces sobre sí y otras veces fuera, lejos, para despojarlo de ideas preconcebidas y prejuicios. Con un apego antiguo a los sentidos del lenguaje, que se atraganta en su periplo con guiris y «tecnolerdos», Bustos nos lleva del crepitante calor de la Mancha y del «skyline de Campo de Criptana» (que hoy recuerda de modo inevitable a Ana Iris Simón) a cruzar la frontera hacia el país de los sentidos, a una Francia lluviosa, lluviosa en belleza y sensualidad. El viaje de Bustos es un remedio contra el adanismo tan de hoy, un mapa que va desenrollando referencias, suaves guiños desde la distancia del cuentista que no pierde nunca la tensión por hacer la frase, por bordar el adjetivo.

­-¿Cuál fue el embrión de este viaje?

-El libro tiene dos partes: la de la Mancha fue un reportaje que hice por encargo por el cuarto centenario del Quijote en el 2015, año cervantino. Me encargaron en El Mundo hacer el mismo viaje que cien años atrás había emprendido Azorín. A él le dieron un revólver por lo que pudiera pasar. A mí una cámara de fotos gigantesca... ¡que en un momento dado podía servir como arma arrojadiza! Yo debía ver cómo había cambiado la España de don Quijote cien años después de Azorín y 400 después de Cervantes.

-¿Qué tiene la Mancha que tantos grandes la bendicen?

-Tiene algo que se conserva por debajo de la uniformación que impone la globalización. También encontramos franquicias de Starbucks en Ciudad Real, pero todavía en muchos pueblos es posible encontrar el paisaje y el paisanaje de la Mancha profunda.

-Recorrer la Mancha, advierte, «educará en el futuro a mucho tecnolerdo». ¿Por qué?

-Porque los manchegos son gente con una alergia natural a lo hortera, a la pose, a la mentira. Asombro y desencanto es un libro que nace de la búsqueda de esa autenticidad.

­-La segunda parte, la del viaje a Francia, no tuvo una motivación periodística...

-No. Esa fue una huida del modo de vida que tengo. De Castilla a Normandía emprendo un viaje interior, que se camufla en el geográfico.

-Se ve el viaje íntimo, lleno de ecos y compañías fantasmagóricas. ¿Qué iba más rápido, los pies o las manos?

-Ni los pies ni las manos, lo que va rápido es la cabeza. Uno se echa a la carretera y se confronta con la realidad de esos lugares de España y Francia y también con la descripción de esos lugares que han hecho los clásicos. Es interesante descubrir cuánto han cambiado respecto a las descripciones clásicas. Y también cuánto has cambiado tú...

-¿Cómo es posible que el asombro y el desencanto sean pareja?

-Justo esa comunión de opuestos es la que perfila la forma de mirar. El desencanto no es por lo que ves, sino por lo que dejas atrás cuando te echas a la carretera. Uno viaja no para evadirse, sino para devorar su ración de realidad. La literatura de viajes no es una evasión; al revés, es una forma de recobrar la realidad que una vida tecnificada, llena de pantallas, nos está escamoteando. Hice el viaje a Francia por la necesidad de volver a las cosas mismas, por la sed de cosas concretas, como dice Josep Pla. Cuando estás rodeado de pantallas, de Instagram, de trolas de político, necesitas volver a los sentidos, ¡y qué mejor para eso que el calor de la Mancha y la humedad de Francia!

-Hay en este libro una llamada ineludible a recuperar el valor genuino de las palabras.

-Porque hoy estamos malversando constantemente palabras, cuando no sustituyéndolas directamente por emoticonos. Hay que volver a nombrar las cosas con delicadeza y con rigor. Y hay algo también aquí de redención de mi propio oficio. Este libro me redime de las tertulias. Es una venganza por todas las veces que no pude sopesar las palabras con tiempo.

-«Perteneces a una generación de españoles que se preocupó de conocer antes Indonesia que Francia». ¡Me siento aludida! A veces lo más desconocido es lo más cercano.

-Francia nosotros la dábamos por supuesta. Hay además un recelo, una mirada hacia Francia llena de prejuicios que cuando viajé a Francia se me cayó por completo. Francia ha cuidado sus ciudades y sus pueblos de una forma que ya quisiéramos en la España vacía... Mi viaje fue derribando tópicos. ¡Viajando por Europa a uno le entran ganas de no salir! Con los años, uno encuentra más riqueza en los viajes cercanos, más sorpresa en lo propio, que en una isla perdida, que en un paraíso de Tahití. Este libro tiene un propósito de despojamiento, de ir quitándome las capas de mi trabajo, de mi crianza, de mi educación, de mis ideas, y ver qué queda ahí de hueso, de autenticidad.

-Este viaje al corazón de la Mancha hace pensar en «Feria», el debut a lo grande de Ana Iris Simón, ese grito generacional ante la falta de horizonte.

-Hay algo ahí de generacional y de hartazgo de la vida virtual y de mentira que nos venden. Hay una nostalgia de autenticidad. En Feria hay una denuncia política pero no desde la teoría, sino abrazando las cosas mismas, la tierra, la familia.

-No deja de recomendarnos parar en la venta de la Inés. ¿Qué tiene de especial?

-La venta de la Inés es como Macondo, es un lugar fantasmagórico, realismo mágico en el centro de la Mancha. Es una venta que sigue aún habitada por Felipe y por su hija. Él es un hidalgo castellano que se mantiene incólume como si fuera el guardián de las esencias de Cervantes. Cuando llegué allí, Felipe me empezó a hablar en castellano antiguo. Es una persona que ha leído tantas veces el Quijote que se lo sabe, que vive en una venta donde, al parecer, Cervantes se quedó a dormir cuando era alcabalero. Entrar allí es como meterte en el XVI. Es un personaje de Cervantes en el siglo XXI. Fue una etapa que me dejó marcado, porque todavía hay gente así, gente que vive en castellano antigua, dentro de esa ética caballeresca. El tipo hablaba con refranes de Sancho Panza. Vi que todavía existía ese castellano del que hablaba Azorín, ese tipo lacónico que en un sola frase de pocas palabras condensa un pensamiento muy profundo. Es gente que no regala, que no malgasta, las palabras.

-Uno de los encantos de este viaje es la compleja relación entre realidad y ficción, cuando la ficción es tan verdadera... Es difícil desunirlas.

-Eso viajando por la Mancha lo constatas por todos lados. Para ellos, el Quijote es una presencia viva, hasta el punto de que su industria turística depende de esa ficción. Negar la realidad de don Quijote es una blasfemia. No solo en España...

-¿Se parecen España y Francia?

-¡Hombre! Francia es un país que también se resiste a la generalización. Son distintos, pero hay cosas que podemos aprender. Los franceses han cuidado mejor su urbanismo que nosotros, no debe enfadarnos reconocerlo. Hay cuestiones allí que no entran en la controversia pública, mientras que en España lo debatimos todo, todo. Genera cierta envidia también su industria cultural, el escritor tiene otro estatus; su educación pública, la selección de sus élites políticas... en fin. Pero no pasa nada, ellos no tienen el Quijote. Y vas por Normandía ¡y llueve todos los días...! Hay que tener una mirada desprejuiciada y no preocupada por la autoestima nacional. Digo en el libro que madurar es ir perdiendo el nacionalismo, nacionalismo como cualquier forma de estabulación del pensamiento. Si uno viaja y deja que viaje la mente, aprende a mira al otro de otra manera. Este es el gran aprendizaje.