Mariana Enríquez visita Galicia: «La realidad se parece al terror»

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La escritora Mariana Enríquez, en el Café Macondo de A Coruña.
La escritora Mariana Enríquez, en el Café Macondo de A Coruña. vítor MEJUTO

«Tuve una abuela gallega un poco siniestra», revela la autora argentina que lleva la pesadilla a tus entrañas. La premio Herralde por «Nuestra parte de noche» ha completado esta semana una gira por Galicia

26 oct 2023 . Actualizado a las 17:21 h.

A esa chef literaria esotérica que es Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), el terror le viene de abuela, de una abuela de Corrientes que le contaba historias truculentas, que la hacían llorar y de las que se convirtió en adicta. El realismo ahoga la magia y amplía los dominios del miedo en los relatos de la argentina. Esta semana está en gira por Galicia con Bajar es lo peor. La primera novela de la escritora, premio Herralde 2019 por la oscura odisea Nuestra parte de noche, es la última en llegar a sus manos, la última que revolverá en sus vísceras. Cuesta creer, por la hondura febril que marca el pulso de Bajar es lo peor, que esta crónica que nos sumerge en la colmena de adicciones de un grupo de jóvenes de los 90, fuese escrita a los 17 años. ¿Qué hacía una adolescente en estas cosas? «No sé... Yo no lo escribí pensando en ser escritora ni en publicarlo ni nada. Lo escribí para mis amigos, de noche, y por partes. Lo iba mostrando a mis amigos como si fuese una serie. Era todo muy deforme. Yo tenía 17, no sabía escribir nada, y menos una novela», revela la escritora en el Café Macondo, aperitivo del encuentro que mantuvo este lunes con lectores en la librería coruñesa Moito Conto. A Coruña marcó el inicio de una gira gallega que continúa en Lugo (el martes en Trama), Santiago (el miércoles, día 13 en Numax) y Pontevedra (jueves, día 14, en la Librería Paz). Mariana, entusiasta y obsesiva, creció en una dictadura, se desbocó, creció más y se hizo más tolerante. Pero no perdió el verso salvaje, ni cayó en la tentación de evitar a sus monstruos y fantasmas, tan carnales. Le dan miedo los perros y el silencio, el silencio que se impone en dictadura. Conversar con ella es un tsunami de historias en las que la ficción supera la realidad desnudando sus vergüenzas. Hay una conexión vital, o mortal, con Galicia. «Mi abuela coruñesa era un poco siniestra. Una vez encontré fotos de funerales que guardaba», revela.

-Hay armonía en la sordidez de «Bajar es lo peor». Es como una noche muy larga.

-Hay un mundo, un mundo muy parecido al que yo vivía en ese momento. Leía mucho, pero no leía muchas novelas, y menos de escritores jóvenes, y aún menos chicas...

-¿Sigue evitando eso?

-No, no es que lo evitara, es que no había ese tipo de novela. Era algo que encontraba en los escritores norteamericanos, pero sentía que en mi lengua no había eso. Bajar es lo peor es una novela escrita a principios de los noventa, había una efervescencia terrible en Buenos Aires, en América Latina, y no estaba reflejado en la literatura. La literatura estaba en otros temas, en la política. 

-¿Había un canon muy fuerte?

-Muy potente. Luego, fui encontrando cosas más under, pero a esa edad no tenía información, no vivía en Buenos Aires, sino a 50 kilómetros (que parece que no, pero es lejos, lejos mentalmente). Fue una novela un poco escrita en aislamiento, en el sentido de aislada de otros escritores, solo acompañada de mi grupo de mis amigos, que no estaban interesados en la literatura. La escribí con mis libros, con mis series, con mis obsesiones, totalmente en mi mundo.

-«Un concentrado de mis obsesiones adolescentes, que son muy parecidas a las actuales: el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudeleriana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica, los subterráneos, los demonios...», revela en la nota a esta edición-rescate de Anagrama de su primera novela. Eso, las vísceras y los códigos de su mundo, están en «Nuestra parte de noche».

-Sí, claro, pero han pasado muchos años y están con más refinamiento. 

-Hay otra ambición en «Nuestra parte de noche», posición de novelista.

-Sí, hay otra ambición. En la primera me sentía muy sola, necesitaba también a los personajes como compañía.

-Dice que entonces no leía mucho, pero ya en su primera novela son presencias poderosas esos «padres» literarios: Shelley, Rimbaud, Éluard, Byron...

-Yo estaba, sobre todo, obsesionada con Rimbaud, muy obsesionada. Para mí, era como una estrella de rock. Y está el rock, por supuesto [a Ian Astbury dedica, entre otros, esta novela]. Leía mucha poesía y muchos escritores norteamericanos, realismo sucio, a los más intensos: Bret Easton Ellis, Ryu Murakami... autores que para la adolescencia de los países periféricos era súper importantes. Sam Shepard, Burroughs, el punk neoyorkino, los fanzines... Ese movimiento que llamaríamos contracultural ahora, pero entonces era muy punk. Y leía mucha literatura queer, gay. Tenía mucho que ver eso con la crisis del sida. Eran esos años. Pero yo decidí de forma consciente que el sida no estuviese en el libro. Era un poco como pasa ahora con el covid, que uno no quiere seguir hablando de eso.

-Hubo fans de esta novela de culto, gente que le pidió información muy concreta, que le preguntaba por los personajes de esta novela. 

-¡Sí, querían saber dónde vivían, no sé para qué! Y había también mucha gente que me escribía contándome que les pasaba lo mismo. Había mucha identificación con los personajes. 

-Es la crónica social de una juventud de los 90 atravesada por el fin sin fin de una dictadura, ¿no?

-La dictadura formalmente en Argentina termina en el 83, pero vos sabés perfectamente que una dictadura no se termina cuando se termina. Seguro que pasó en España también...

-Aquí la transición no fue tan convulsa, aunque aún haya heridas abiertas.

 -La salida de la dictadura argentina fue más radical. Fue la decisión de juzgar a los responsables. Tengo muchas críticas con Argentina, menos esta. Me gusta que haya sido convulsa. Para mí así es como tiene que ser. Los militares se enojaban porque iban a juicio, se seguía investigando dónde habían estado los campos de concentración, se seguía buscando a la gente, estaba el foco en los derechos humanos y en los desaparecidos. Eso no está en la novela, pero era el clima social evidente entonces. Es un proceso doloroso, pero para mí debe ser así: cortar y cauterizar, y después vemos... El silencio siempre me pareció una cosa terrorífica, y más después de una dictadura, de una dictadura como la argentina, una dictadura del silencio. Hay gente que dice que no se dio cuenta. Puede ser, porque los secuestros pasaban de noche. Cuando empezó la dictadura, yo tenía 2 años, toda mi infancia coincide con eso. Termina cuando yo tengo 10. Toda mi adolescencia fue la posdictadura. 

-Por eso está empapada de terror, de pesadilla real.

-Muy real.

-Su terror es distinto, es un género literario aparte. ¿Cómo lo encuadraría?

-Bajar es lo peor, lo mismo que Nuestra parte de noche, es una novela un poco gótica, muy realista, romántica, nocturna, con momentos muy surrealistas. Nuestra parte de noche es más de terror. Esta no es más de terror ¡porque yo aún no sabía cómo! No me salían las escenas. Yo quería hacer como una novela de vampiros y no me salió bien. Pero, como no funcionaban como vampiros, les sacaba el vampirismo y seguía...

-Es fácil empatizar con Narval, ser abudcida por su frenesí romántico y politóxico. ¿Cómo nacieron estos dos, Facundo y Narval, que tienen algo esencial en común con Juan y Gaspar, de «Nuestra parte de noche»?

-Yo tenía ganas de escribir una historia de amor entre dos chicos y quería que uno fuese un chico de belleza idealizada, un Lord Byron, un Rimbaud. La relación de Verlaine y Rimbaud era importante para mí. Parece una cita muy elevada, pero en realidad no lo es. Yo tenía 17 años y agarré una biografía, ¡y eran un desastre esos dos! Andaban por París, emborrachándose, se iban a Londres, tomaban ajenjo, terminaban teniendo sexo en no sé dónde. Se agarraban de los pelos, uno le disparaba al otro, jajaja... ¡No era nada elegante! Muy tóxico.

-«Tomaba cocaína noches enteras, ácido y licor de mandarina», revela en la reedición de esta primera novela. ¿Un espejo de cómo era entonces?

-Mi círculo era un círculo de muchas drogas, un circuito LGTB, con una sexualidad muy fluida. Yo era un poco amargamente heterosexual, pero todos mis amigos no. Carolina [en la novela] tiene un poco esa posición que tenía  yo de testigo, que ve, que se erotiza con eso, pero que no termina de entregarse. Yo era un poco así... no con las drogas, eh, pero sí con la cuestión sexual. Además, en ese momento ser mujer en Argentina, con el tema de que el aborto era ilegal, no era tan fácil. No era tan fácil soltarse. 

-Hay un enjambre de citas en torno a sus historias que son un cielo cerrado, un más allá poético. Siento cuando la leo lo que recoge de Éluard: «Hay otros mundos, pero están en este». El infierno está en la tierra y usted exprime todo el jugo de la oscuridad de este mundo. 

-Yo siempre sentí que la realidad era muy de quebrar. La realidad se parece al terror, se parece más al terror que a la realidad. Uno tiene una vida que cree que es normal y de pronto pasa algo y todo se descompone... y entonces se empieza a ver cómo es la realidad que estaba detrás de esa fachada. Eso me pasó siempre a mí. Creo que tiene que ver con esa experiencia con lo psicodélico...

-Esa parte suya espiritual tan trash, esotérica, le da personalidad a sus relatos, sus pesadillas juegan con nuestros miedos a la güija...

-Nosotros siempre andábamos con la güija, en esa época [de Bajar es lo peor] estábamos todo el día con la güija, jugábamos drogados, yo qué sé... La pasábamos intensamente. Recuerdo una adolescencia sin adultos. Veo a los chicos de ahora y no tenía nada que ver. ¡Mis padres no sabían dónde estaba nunca! Pero no era yo sola, eran esa generación, era ese momento. Mis padres eran bastante particulares, avanzandos entre comillas, pero era la época, una época en que a los hijos no se les protegía demasiado, y no porque no fuera peligroso. Entonces había una crisis económica en Argentina y nuestros padres tenían cinco trabajos, ¡no podían estar arriba de los chicos! Tenían que darles de comer... y luego si se drogan, vemos, ya lo solucionaremos. 

-¿Cómo ha cambiado, la mujer, la escritora, entre aquellos peligrosos  17 de «Bajar es lo peor» y la de «Nuestra parte de noche»?

-Crecí, creo. Tengo más referencias, más complejidad como persona, soy menos estricta conmigo misma y con los demás. En esa época era muy radical, todo lo que no era rock me parecía una porquería, odiaba a la gente grande... Ahora soy un poco más tolerante, me cae bien la gente, la entiendo. Amplié mi gusto. Soy muy entusiasta, me obsesiono con las cosas, un montón de películas, un montón de libros...

-¿Qué le obsesiona, sobre todo, en este momento?

-Los fantasmas. Estoy empezando una novela de fantasmas, pensando en mi propio país como un lugar un poco fantasmagórico. Le explico a la gente dónde queda, cómo es, que es graaaaaaande, jajaja, qué sé yo. Venía de Suiza ahora y pensaba: «Toda la Patagonia es así». Es hermoso, ¡pero yo ya vi un país así!

-Tiene un canon literario imponente Argentina. ¿Le pesa el canon de su país?

-No, porque para mí el canon, sobre todo el de los años 50, 60, Borges, Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo, es liberador. A diferencia de otros países de habla hispana, al no ser un canon realista... es muy libre, liberador. Que tu escritor principal, Borges, sea un cuentista también hace que sea una escritura un poco extraña. El escritor central suele ser un novelista. Somos muy desobedientes.

-No quisiera dejarla ir sin que hablemos de su abuela. Quizá en ella está el primer fuego del terror de Mariana Enríquez...

-Mi abuela Hilda... Era hija de italianos, pero era argentina, había nacido en Corrientes. Hay una parte muy sincrética en esa parte del país entre las religiones afrobrasileñas, las creencias católicas, los santos populares, que casi todos vienen de los indígenas guaraníes... y todo el calor de allí. Hacían una costa muy mágica, pero también bastante terrorífica. Mi abuela decía que la había atacado sexualmente un hombre sin cara. Estoy planeando un cuento con esto. Espero que no me roben la idea.

-Esa abuela se parece un poco a las abuelas gallegas...

-Bueno... Yo tuve una abuela gallega, Carmen, que era la madre de mi papá. Eran de Coruña, de Finisterre, se vino muy chiquita a Argentina, a los 6 años. Era absolutamente laica, era otra cosa, se vestía siempre de negro, mucho luto.

-Poco realismo mágico.

-¡Nada!, todo lo contrario. Era un poco siniestra. Una vez encontré fotos de funerales que guardaba. Era muy anticlerical, muy antifascista y muy racional. Mi abuela gallega era todo lo contrario a la otra. Uno podría pensar que era al revés, pero no, no. Esa cosa de Galicia de brujas, meigas... en ella, nada, nada.