Las mejores tramas surgen en verano

Mercedes Corbillón

FUGAS

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La librera Mercedes Corbillón hace una selección de obras en las que el calor tórrido, la playa o la piscina mueven a los protagonistas a las más atractivas, apasionantes e inquietantes historias

01 ago 2022 . Actualizado a las 09:47 h.

En el verano nos gustaría quedarnos para siempre, vivir en ese impasse donde el tiempo y la sangre se ralentizan y la vida huele a sal o a campos de trigo y el aire suena a un batir de ramas y a grillos y a los gritos de libertad de los niños y en las madrugadas las estrellas fugaces atraviesan el cielo de posibilidades, porque en verano todo puede pasar y seguramente ya pasó y en las noches de Luna llena recordaremos aquel otro verano en que algo sucedió, quizás ese en el que fuimos jóvenes por última vez como en el poema de Gil de Biedma. Nadie sabía como sabía el poeta qué terribles son las noches de junio sin un alma que llevarse a la boca.

El verano es un escenario, un actor y a veces un personaje. La vida y la literatura reservan sus mejores tramas para el verano, quizás porque en verano estamos de paso, en suspenso como los estorninos en las copas de los árboles y así estaba Von Aschenbach en aquella playa del Lido, enamorándose del joven Tadzio, y todo era calor y Muerte en Venecia, con el amor y el cólera y la vejez enredándose en la playa de un hotel que ya no existe y donde un día me saqué una foto pensando en Thomas Mann y en los escritores que siempre están viajando a alguna parte. Nabokov, que en verano cazaba mariposas en Montreaux, dibujó la mente perversa de Humbert Humbert y a la pobre Lolita que enseñaba su cuerpo de niña en las piscinas y acabó atrapada con su bikini en el alfiler del pederasta más famoso de la literatura.

Quizás los peores instintos se desatan en verano o lo que se desata es la imaginación de los escritores, no sé y a veces en verano las nubes lo cubren todo, como aquel Verano que nunca llegó, que cuenta tan bien William Ospina, donde el cielo se tiznó con las cenizas de un volcán y a orillas de un lago suizo surgió el monstruo y la leyenda de Frankenstein de la mente luminosa de Mary Shelley que compartía velada estival con poetas jóvenes y malditos en Villa Diodati.

En aquella otra mansión, la de Daisy Buchanan en Long Island la hierba fresca casi entraba en la casa y la brisa agitaba las cortinas como «banderas pálidas» y en aquel salón donde todo flotaba excepto el sofá hasta que el viento y las jóvenes vestidas de blanco se detienen con la suavidad de un globo, empezó el verano del Gran Gatsby, que esperaba acechante al otro lado de la bahía en aquella novela perfecta de Scott Fitzgerald, que sabía muy bien de lo suaves que son las noches y de lo fatales que son algunos finales.

Empiezan y acaban amores eternos

El verano es tórrido y finito y eso le confiere algo de crueldad. El verano llega viejo, decía aquel verso de Vallejo, «llegas viejo y devotamente y no encuentras en mi alma a nadie». En verano empiezan y acaban amores eternos, condenados a morir desde su pronunciación, como el de un joven de 15 años y la madre de su amigo. En Antigua luz, el narrador recuerda aquel momento de iniciación, un amor carnal y pubescente que será su única gran pasión y ese recuerdo sensual y todo el erotismo y todas las preguntas que quedaron en el aire, le valen a John Banville para hacer de cada frase una fiesta. Supongo que la piel desnuda de la señora Gray acabó con la niñez de Alex Clave. El verano es muy proclive a acabar con la inocencia. En el del 63, el protagonista de Agua salada se enamoró y su padre se ahogó. Charles Simmons lo cuenta de modo sencillo y sutil, pero bajo la prosa y las aguas más claras se encuentran los abismos más insondables y las familias los arrastran a su lugar de vacaciones donde la vida trae sorpresas con la misma naturalidad que el viento infla las velas.

El verano sabe más que nadie de clases sociales y eso lo sentía en sus carnes el Pijoaparte, que en realidad no se enamoró de Teresa, quería ser Teresa y pasearse entre «blusas de seda, sonrisas fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, caderas podridas de dinero». Tal vez las últimas tardes de verano se las podemos dedicar a Juan Marsé.

En realidad, ya están llegando.