Milena Busquets: «La frivolidad masculina está más aceptada»

FUGAS

La escritora Milena Busquets ha vuelto a acertar con «Las palabras justas».
La escritora Milena Busquets ha vuelto a acertar con «Las palabras justas». Gregori Civera

La escritora, hija de la editora Esther Tusquets, ha cumplido los 50 sin crisis, con «Las palabras justas» en el «top-ventas» del verano. Leerla es alargar las vacaciones, amar el humor, ventilar el drama

02 sep 2022 . Actualizado a las 11:49 h.

Milena Busquets (Barcelona, 1972) es entusiasta, intensa y fluida en la conversación. Tiene esa elegancia cultural que es un estilo de vida, que es también un estilo literario. «Ya no soy la misma que hace un año, pero sigo siendo la misma que hace 45», escribe. Este verano, cumplido el medio siglo, tiene un nuevo éxito que celebrar: Las palabras justas, una cita de Jules Renard que su hijo Héctor le dio, por casualidad, la idea de convertir en título. Tras enamorar a los lectores en el 2015 con También esto pasará, un relato en torno a su madre, Esther Tusquets, que ofrece la posibilidad de adorar de otra manera a esta «vieja dama indigna» de las letras, vuelve con unos diarios que te atrapan haciendo de lo cotidiano novedad.

Leer a Milena es un viaje caprichoso. Como quien se asoma a ver y ya está dentro. Y al final se queda a cenar. Las compañías son insuperables: Proust, Chéjov, Delibes. «Houellebecq es un genio hasta que se leen dos página de Céline», dispara en sus diarios, en los que la alta literatura alterna, por ejemplo, con «hombres guapos que se vuelven feos a golpe de selfie».

Para subrayar más de una reflexión (cada cual elegirá a su gusto): «Una escritora mujer que no sea de izquierdas ni de derechas y que no esté comprometida con las nobles causas de la actualidad lo tiene más díficil» (pag. 81). Y hasta aquí puedo leer...

—Al seguirte, al leerte, una ve la vida como si fuesen unas vacaciones.

—Hay que vivir, sobre todo... No hay otra.

—¿Qué tal a los 50?, ¿eres la misma que a los 45?

—Que a los 45 no sé, que a los 49 seguro. Primero pensé en hacer una fiesta, todo el mundo hace una fiesta a los 50. Al final, me quedé un día sola y tranquila, y pensé: «¿Qué es lo que me apetece?». Dije: «Lo que querría es llegar a los 50 en el Partenón con mis hijos».

—Qué original. Mucho mejor que hacer una fiesta para celebrar los 50.

—¡A las que he ido son lamentables! En el fondo, hay una pena («nos estamos haciendo mayores»), pero a la vez un intento de alegría y ligereza. Y esos intentos de alegría y ligereza, cuando son forzados, son terribles. Son peores que los intentos de trascendencia. Es como la sonrisa congelada. A mí me han tocado muchas este año, porque, claro, es mi quinta.

—A veces, esas fiestas se hacen por presión social. A algunos esta presión nos puede. Tú pareces llevarla bien.

—Claro que me puede, lucho contra eso. Pero pienso que la crisis de los 50 es una cosa más masculina. La mayoría de las mujeres a los 50 aún estamos luchando. Por un trabajo seguro, muchas veces no tenemos pareja o nos hemos separado, muchas tienen aún hijos pequeños.

—Los 50 me parecen una edad de felicidad real, más serena. Igual lo veo como mujer. Una va conociéndose mejor.

—Sí. En ese sentido, nosotras estamos acostumbradas a mirarnos más. Yo lo veo así, pero algunas amigas mías no, dicen que no quieren que los hijos crezcan.

­—Has encontrado «Las palabras justas», el título de este libro, gracias a uno de tus hijos. ¿Cómo fue?

—Típica escena de madre separada que va un domingo a recuperar a su hijo. Llegas toda emocionada. Has estado sola unos días, en casa, sin nadie, y ves a tu hijo y es: «¡Qué ilusión, qué bien! Vamos a tomar un té o un batido al sitio que nos gusta». Héctor debía de estar cansado. Contestaba con monosílabos a mis entusiasmos, a las banalísimas preguntas de fin de semana de: «¿Qué has hecho?, «¿dónde has ido?», «¿cómo está tu padre?», «¿cómo está su novia?», «¿qué has comido?». Cuando aparcamos para ir a coger un batido o un té al sitio que nos gusta, yo le estaba haciendo la milésima pregunta y él me dijo: «Les mots justs, las palabras justas». Me hizo mucha gracia, porque, aparte, estaba leyendo a Jules Renard, un hombre que tiene unos diarios fabulosos. Seguí dándole rollo y me apunté la idea. Está bien buscar las palabras justas. Es un poco nuestro trabajo, el del escritor y el del periodista.

­—Debe de ser muy alta la tensión en la relación entre el escritor y el lenguaje.

—Sí, es una relación estrecha, muy especial con la lengua. Supongo que esta generación nueva, que creció con WhatsApp, piensa que escribir con faltas de ortografía es aceptable. A mí me da una grima... Esta mañana he estado por escribir a una amiga pidiéndole por favor que no me escriba con faltas. Me duele el corazón ver cómo pisotean nuestra hermosa lengua.

­—¿Las faltas son como los zapatos sucios o como lamparones en la blusa?

—¡Algo más grave aún! Ahí están Delibes, Matute... ¡Se han hecho cosas portentosas con nuestra lengua para que alguien te escriba haber sin hache!

—¿Te da grima también que alguien se salte el signo de interrogación inicial? Es algo que hago siempre...

—Eso no, ¡yo también lo hago! ¿Por qué lo hacemos? No abro interrogación ni exclamación, solo las cierro.

­—Lo otro es pomposo, recargado, ¿no?

—Exacto. No es solo por otras lenguas, es porque hay algo estético. En el fondo nos gusta más...

­—Me encanta, pero no sé defenderlo.

—Da un énfasis un poco repipi a la frase. Es como ponerse pendientes y collares y anillos y pulseras, todo el mismo día. En nuestro caso, es una elección estética. Esto es una cosa, y otra, pisotear la lengua por pereza. Acabará desapareciendo.

—¿La edad importa, condiciona la manera de hablar y de pensar?

—Hay poca gente que mejore con la edad. Has de ser realmente excepcional, como Delibes. Hoy, por ejemplo, es más moderna Matute que Martín Gaite. Delibes me parece el colmo de la modernidad. Delibes y Matute están frescos como lechugas. Hay libros que deben ser releídos, y esto lo hacemos mucho menos que con las películas. Casablanca y Lo que el viento se llevó las hemos visto varias veces. Con los libros da más pereza y miedo. Me arrepiento de no haberme postrado a los pies de Delibes y Matute para empezar, de haberles tratado como gente normal.

­—¿Matute era tan divertida como dicen?

—Sí, ¡era maravillosa, malísima! Decía cosas terribles, pero era este tipo de maldad irónica, que no ofendía... Era un animal. Hay que ser un poco animal para escribir.

­—¿Mejor que ponerle lazos al texto? Tú esto no lo haces...

—No lo hago nada. Me niego a considerar al lector como un idiota que quiere pienso. Pienso que los lectores están a mi altura o están por encima. Me niego a darles natillas como si fuesen niños pequeños.

­—El examen del amor, de las relaciones de pareja, nos atrapa en «Las palabras justas». No dejamos de querer a quienes hemos querido, escribes.

—Bueno... Hay gente a la que sí dejamos de querer. Pero esto lo vivimos como un fracaso, como un «me equivoqué». Dejar de querer es, realmente, reconocer que la persona era equivocada. Puede no ser inmediato, porque hay separaciones muy dolorosas, pero, si al cabo de unos años, ves bien a esa persona, si aún sientes que la quieres, no ha sido un fracaso.

—También se aceptan los fracasos. Ves a un exnovio o un antiguo amor platónico y piensas: «¿Cómo me pudo gustar tanto?».

—Lo que sufrimos a veces... Pero estas decepciones ocurren también en la amistad. Piensas: «¿A esta persona cómo pude abrirle las puertas?». Porque yo también me entrego mucho en la amistad.

­—¿No puede faltar el deseo en el amor?

—Yo creo en la pasión absolutamente. El amor y las relaciones amorosas te lo pueden dar todo, te pueden convertir en una emperatriz y te pueden sumir en una miseria dura. El riesgo del amor es un riesgo verdadero. Por eso entiendo que haya personas que prefieran amar con moderación, basados más en afinidades políticas o en la jardinería. Lo digo en serio...

—El amor por los hijos es muy diferente.

—Se puede aspirar a la perfección en el amor con los hijos y solo con los hijos.

—Pero es el amor más dependiente...

—Sí. Y lo sabes tú y lo sé yo: les pasa algo a nuestros hijos, y nuestra vida vale cero.

—¿Qué buscamos en la pasión?

—El placer, la inmortalidad, el amor. A través del deseo físico buscamos muchas cosas distintas y en momentos distintos. El deseo físico puede ser, en algunos momentos, igual en intensidad al amor que siento por mis hijos. Yo por mis hijos siento un amor animal, disparatado. Mi madre, que era una mujer muy apasionada, no era así. Nos decía que no nos había querido.

—La de nuestras madres era otra generación, menos autorizada socialmente para ser emocional en la maternidad, ¿no?

—Estoy escribiendo un relato sobre esto: ellas pensaban que lo mejor que tenían era su cabeza... Mi madre me amó de una manera muy intelectual, con la mejor fe del mundo. Eso ha cambiado. Yo en el amor con mis hijos soy, no sé, como un perro o una vaca. No es un amor racional. En el amor utilizo muy poco la cabeza.

-¿Por qué se celebra al intelectual que habla de fútbol y, en cambio, se ridiculiza a la que habla de moda?

-La frivolidad masculina está más aceptada. Es buen ejemplo el fútbol. Hay intelectuales que hablan mucho de fútbol, que escriben de fútbol con ganas, como sintiéndose machitos. Porque escribir es más una cosa de mujeres, territorio nuestro. Hay mucho que avanzar en esto.

-El canon está cambiando, ha cambiado. Muchas hemos llegado tarde a autoras como Alice Munro o Edna O'Brien, hoy imprescindibles, que apenas eran visibles hace años.

-Yo adoro a Annie Ernaux, y hace años no se la tomaban ni en serio...

—¿Aún te sientes una debutante?

—Siento a veces una inseguridad ridícula. No consigo convertir la escritura en una profesión, qué tontería. Lo veo más como una insignia que me darán a los 80, como a Annie Ernaux. Igual si sigo luchando, si me sigo esforzando y matando, me dan una insignia de honor. O igual esa insignia solo me la puedo otorgar yo.

—«Filosofía de vida: no dar la murga», escribes. Al escribir eres ligera, no pesas.

—Me encanta no ser pesada. Ser pesada es uno de los peores insultos que te pueden decir... Nunca le he llamado pesado a nadie. ¡Ser pesado es horrible!, es algo ineluctable, una corriente subterránea.