Gueorgui Gospodínov, el búlgaro favorito al Nobel: «Espero que la nuestra no sea la última generación que despida a sus padres cogiéndoles de la mano»

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El autor búlgaro más leído hizo caer el telón de acero entre la vida que tenemos y la que llevan nuestros sentimientos con «Las Tempestálidas» y «El jardinero y la muerte»
21 jun 2025 . Actualizado a las 21:28 h.En este jardín florece la naturaleza caprichosa del tiempo. Es el jardín que nos va sembrando dentro un amor, la memoria de un padre que era «un Quijote de los fracasos» y un jardinero inasequible al desaliento. «La forma que tenía mi padre de decirnos ''te quiero" era esta: cultivar su jardín», afirma el escritor búlgaro más leído y premiado desde la caída del telón de acero, Booker Internacional y Strega por Las Tempestálidas, que ha visitado España para presentar El jardinero y la muerte, un duelo por el padre que por momentos se parece a un campo de cerezos en flor. «La jardinería es lo más cercano a la escritura que hay, necesita riego y cuidado constante, pero de pronto el jardín empieza a dar frutos», piensa Gueorgui Gospodínov (Yambol, 7 de enero de 1968), que cosecha el elogio de crítica y lectores. «En el futuro, yo me veo como jardinero», ríe.
—Narrar la muerte de un padre es más difícil que vivirla. Me ha sorprendido leerlo. ¿Es una frase literaria o lo que piensa como hijo que ha cuidado de su padre en su último mes de vida?
—Escribirla es revivir la muerte una segunda vez. Mientras vives cómo esa persona se está yendo, estás metido, no queda espacio ni tiempo para que te inunde la tristeza. Cuando tienes tiempo para escribir, ese dolor vuelve como vuelve la ausencia de esa persona que ya no está.
—Hay dos clases de personas, las que ponen palabras a lo que sienten como forma de alivio y las que prefieren el silencio como un refugio para protegerse del dolor. ¿Es del primer tipo, de los que domestican el dolor cuando lo cuentan?
—Contar el dolor lo reconstruye, pero esa reconstrucción es un consuelo. Alivia y salva. No por no nombrar las cosas desaparecen. Lo más terrible son las cosas innombrables que habitan en nosotros, esa tristeza de las tres de la tarde.
—Su padre, el que revela en este libro, podría ser retratado en una frase, una que él solía decir y es una filosofía de vida, marca de una generación. La frase es «Nada que temer», ¿resume a su padre?
—Definitivamente, esa era su forma de ser, de pensar, su filosofía y la de toda su generación. Esa frase de mi padre, «nada que temer», poco a poco la fui desentrañando, comprendiendo su significado, sus sentidos.
—¿Qué sentidos son?
—En primer lugar, «yo no tengo miedo, no temo enfrentarme a la muerte», pero el sentido profundo de esa frase es: «Vosotros no temáis por mí», «No quiero ser un peso ni una carga para vosotros».
—Un padre moribundo que consuela a los que se quedan sin él.
—Exacto. En realidad, el padre sigue siendo padre y ese consuelo que da es natural, por más que se esté muriendo.
—¿Finalmente, «el hijo es el padre del hombre»? Es una idea engarzada en esa despedida del padre que afronta el narrador de «El jardinero y la muerte».
—Efectivamente. Cuando estaba a su lado sujetándole la mano y él ya no quería comer, y yo intentaba darle un gajo de mandarina, en esos momentos me convertí en padre de mi padre. Aun así, mi padre no dejó de ser mi padre, diciendo esa frase suya, «nada que temer», o teniendo a mano su DNI por si lo pudiera necesitar. Quería ser hasta el final el padre que protege.
—¿Se conoce al padre mejor cuando se acerca un final?
—Sí. La conversación más verdadera entre mi padre y yo empezó a lo largo de su último mes y sigue hoy. Aquel mes fue terrible, pero lleno de calidez, de intimidad, de cercanía. Porque estamos hechos a pensar que siempre tendremos tiempo. Si uno está vivo, expresa el amor por los demás de formas distintas. Mi padre lo hacía a través de su jardín, lo cultivaba para que fuéramos a verlo, quería que estuviéramos cerca... Pero solo ahora soy capaz de darme cuenta. Ese jardín era su declaración de amor a sus hijos. La única vez que mi padre y yo nos dijimos «te quiero» fue ese último mes.
—Cuenta que un mismo año puede ser el más alegre y el más luminoso a la vez. ¿Van mezclados la alegría y el dolor?
—En mi caso siempre ha sido así. El año que tuve a mi hija, a mi padre le detectaron un cáncer por primera vez.
—Y revela ese pensamiento mágico de su padre al sobrevivir al primer cáncer: «La niña me salvó». Esa forma de pensar, no racional, puede darnos la vida...
—Estoy de acuerdo. Que mi padre desease permanecer en la memoria de ese bebé, de mi hija, fue decisivo para que él se recuperara. Eso ayudó, ese deseo de que ese bebé le recordará... Sin el pensamiento mágico, sin esta idea de lo sublime, la vida sería una cosa sin sentido.
—¿Las relaciones entre padres e hijos tienen algo en común con las geopolíticas, de unos países con otros? El hijo que conduce el relato en esta novela se atreve a cuidar, es un ejemplo que debe cundir, también en política...
—En esas relaciones, lo humano es lo principal, la conversación entre generaciones. A veces, solo con cogerle o agarrarle la mano a alguien hay conexión, es un gesto sencillo pero poderoso. Espero que la nuestra no sea la última generación que haya despedido a sus padres así, cogiéndoles de la mano.
—¿El humor sublima el dolor? Aquí la luz la da el sencillo humor del día a día.
—Este es un libro triste, pero también tiene gracia por las anécdotas de mi padre. Muy a menudo él mezclaba el drama con el humor al contar las cosas. Siempre se ponía en el lugar del débil, contaba todos sus fracasos. Por eso a mi padre lo llamo «el Quijote de los fracasos».