
Con «Romería», que ayer hizo su preestreno en Vigo, la directora peregrina en la búsqueda de sí misma y se reencuentra, gracias a la fuerza del cine, con sus padres a quienes perdió a causa del sida cuando era pequeña
28 ago 2025 . Actualizado a las 13:29 h.Carla Simón (Barcelona, 1986) cierra con la película Romería, que ayer hizo su preestreno en Vigo, la trilogía que comenzó con Estiu 1993 y Alcarràs sobre su periplo personal y familiar. Después de pasar, con gran éxito de crítica y público, por el Festival de Cannes, la cinta, que verá la luz en las salas el 5 de septiembre, está protagonizada por una magistral Llúcia Garcia, que interpreta a Marina, una personificación de la propia directora por la que corre sangre gallega. En Vigo, sentada frente a un mar por el que ha navegado su vida, Carla sonríe cada vez que en la conversación se entremezclan la ficción y la realidad, en un juego que le ha permitido crear un relato lleno de belleza. Con Romería peregrina en la búsqueda de sí misma y se reencuentra, gracias a la fuerza del cine, con sus padres biológicos, a quienes perdió a causa del sida cuando era muy pequeña. Criada por sus tíos maternos en Cataluña, Carla no llegó a conocer a su padre, que era vigués, y que, junto a su madre, vivió una época —los años ochenta— a los que vuelve la directora para mostrar también la libertad de una generación que se enganchó a las drogas y que exprimió un tiempo dominado por la fuerza de un presente continuo. Esos días de vino y rosas de la pareja son parte de un filme que, como todo el cine de Carla Simón, habla de la memoria, la ocultación, pero también del amor profundo, que, aquí, además, da lugar a que los espectadores disfrutemos de una película dentro de otra película. Una comienza en el 2004 con la llegada de Marina a Vigo para conocer a su familia paterna y la otra nos asoma a la aventura de sus padres, reimaginándoselos enamorados y liberándolos de la vergüenza.
—Siempre aciertas con los títulos de las películas, les pones un solo nombre, que es muy revelador: «Estiu 1993», «Alcarràs» y ahora «Romería», una peregrinación personal. ¿Lo tenías muy pensado?
—Romería es del que me siento más orgullosa. Estiu y Alcarràs fueron títulos de trabajos que luego se quedaron, porque funcionaban bien. Pero con Romería sí fui consciente. Básicamente por ese significado que tiene de viaje más espiritual, esa cosa casi religiosa de peregrinar hacia la Virgen. Y a mí me parece que se asemeja a esa idea de Marina de buscar algo que no sabe si existe, pero que la va a ayudar a contarse a sí misma. Además, a mi madre le gustaba mucho, ella iba mucho al Rocío. Yo no sabía que tenía ese significado en el norte de fiesta más popular, para mí tenía esa connotación más de viaje. Luego ya cuadró todo cuando me di cuenta que también significaba eso aquí.
—En «Estiu» insististe mucho en que no tenías recuerdos de tu madre y que no se podían inventar. Y ahora «Romería» te ha servido para generar esos recuerdos, ¿es esta película un acto de amor?
—Sí, sí, el cine tiene mucho de acto de amor. Yo pasé toda la promoción de Estiu diciendo que no se pueden generar los recuerdos si no los tienes y que no queda otra que apropiarte de los recuerdos de otros, pero en ese camino lo que he visto es que la memoria es muy subjetiva y muy selectiva. Y que cada uno recuerda lo que recuerda. Además, cuando recordamos no recordamos el hecho en sí, sino lo último que habíamos recordado, entonces se va transformando a nuestra conveniencia. Yo, cuando preguntaba por la historia de mis padres, veía que muchas veces las piezas no encajaban. También porque estaba todo teñido de ese estigma, por las drogas y el sida, y ese dolor que ha provocado en las familias, que ha hecho también que los recuerdos no se mantengan tan vivos, porque no se quiere recordar mucho. Ahí llegué a la conclusión de que, en realidad, si todas esas piezas no encajaban y si mis padres estuviesen vivos, seguramente, lo que me contarían tampoco sabría seguro si es lo que ocurrió o no, o se transformó dentro de sus cabezas, porque la memoria es poco fiable. Así que entonces pensé por qué no inventar esas imágenes que no tenía y generarlas. Y si yo soy cineasta, pues tenía un cine para hacerlo. Ahí empezó ese ejercicio y ese viaje emocional de la protagonista hasta liberarse a través de la imaginación.
—Así nos generas una peli dentro de otra peli. ¿Fue una cosa pensada o surgió en el proceso?
—Bueno, fue surgiendo durante la creación del guion. En un principio estaba la idea de ir entrando en el diario de la madre, que se ve en la película, y finalmente fue como «no, no, tiene sentido que el viaje emocional de la protagonista sea justo llegar a ese momento». Me gustaba mucho la idea episódica que tiene la película de que Marina va conociendo a un personaje después de otro y al final tiene que llegar a sus padres. Era un poco arriesgado proponerle al público que de repente cuando parece que va a terminar la película empezase otra. Es una cosa que no estamos muy acostumbrados, pero me apetecía probarlo.
—La película es un acto de amor, pero no sé si también un ajuste de cuentas.
—Bueno, no, yo creo que no es un ajuste de cuentas, es una reparación, en el sentido de que intenta reparar esos huecos que yo he tenido.
—¿No hay un ajuste de cuentas con la familia de tu padre?
—No, porque para mí el reto también era intentar retratar toda la historia con empatía hacia esta familia, o sea, entender que no es que ellos hayan elegido el silencio, sino que lo han gestionado como han podido por el dolor que esto les provoca.

—En tu cine, lo que se oculta o lo que no revelan los adultos lo expresan los niños o los adolescentes. Y además, en esta película, queda retratado el rechazo de la abuela o de un abuelo que le da un sobre con dinero a la nieta para callarla.
—También hay mucha ficción, en el sentido de que sí que es verdad que mi familia es gallega, pero la estructura familiar es distinta, realmente tampoco yo he tenido tanto tiempo para conocerlos. Los personajes están muy ficcionados, a ver cuando la vean qué piensan.
—¿Ellos no lo saben?
—Ellos saben que he hecho la peli, me han ayudado, pero solo la ha visto uno de mis tíos, que justamente es el que hace de notario en una de las escenas, él me ha ayudado mucho. Los otros la van a ver ahora.
—¿Qué sentimientos tienes hacia esa familia paterna?
—Yo vengo de aquí, de estas raíces gallegas, y nos hemos ido conociendo muy poco a poco. Siento que aún nos queda espacio para conocerlos, siento una sensación de pertenecer a esa familia. Y, bueno, también la genética a nivel físico es muy fuerte, yo me parezco a mi padre, sobre todo.
—Ah, pues en la película a Marina todo el rato le están diciendo que se parece mucho a su madre...
—Sí, bueno, porque a nivel de ficción funcionaba mejor que ella se pareciera a su madre por esa idea de que llega aquí y la familia la ve casi como el fantasma del pasado. Pero, yo, en realidad, me parezco a mi padre.
—En «Romería» la protagonista insiste en que lo que le une a su padre es el mar. ¿Hay algo más? ¿Qué tienes tú de gallega?
—No lo sé, porque toda mi infancia y mi adolescencia las pasé en Cataluña con mis padres adoptivos, y todo esto me ha venido más tarde en ese proceso de búsqueda. Sí que es verdad que con el mar siento una conexión muy fuerte porque me gusta desde muy pequeña. Y yo creo que hay algo también de relato, siempre me habían contado que mis padres navegaban, que a mi padre le gustaba mucho el mar y a mi madre también. Seguramente ha influido en esto. Para mí es una sensación de que llevo algo de esta tierra conmigo. Cuando vengo, para mí es muy emocionante. ¿Qué tengo de gallega? Pues la verdad es que no lo sé, no tengo ni idea [risas]. Pero sí que siento que es un sitio que me mueve mucho a nivel emocional, que, cuando vengo, siento que es un espacio para mí importante, que me gusta revisitar, que me gusta venir, que me conecta también con mis padres, ¿no? Al final los espacios tienen esa cosa de que están siempre, se quedan, la gente pasa por ahí..., pienso que ellos han estado aquí, cuando vengo a Galicia, a Vigo, siento que me conecto con mis padres.
—Hay una escena muy emocionante en la que la abuela, delante del notario, recuerda exactamente la hora y el día en que muere su hijo. Todo el tiempo la vemos como una persona ajena, incluso insensible, y de repente sale la madre. Nos pones delante a dos generaciones muy diferentes. Unos abuelos que ocultaron y unos hijos, en los ochenta, que vivieron muy libres.
—Fue un momento temporal muy especial y muy marcado de dónde venían, son niños que crecieron en un contexto muy represivo durante el franquismo y que cuando acaba, pues les guía la libertad y deciden explorarla con todas sus consecuencias, en la manera de vivir, en su relación con las drogas de las que no tenían conocimiento, ni las familias. No sabían adónde les llevaría. Yo pienso en cómo fue mi juventud, o la de ahora, siempre pensando en formarnos, preparándonos para el futuro, y nada que ver con la de mis padres. Ellos tuvieron esa oportunidad, por el contexto, de vivir el momento, en plan «pues ahora he encontrado a unos colegas y me voy con ellos unos días», o decían: «Pues, mira, se está bien ahí y me quedo», o «me salió un curro de no sé qué, luego cogí el barco y me fui a no sé dónde». Está esa idea constante de fluir y de vivir el presente de una manera muy fuerte.
—Reflejas ese amor libre, poético, y se ve a los padres de Marina desnudos en el bosque o entre esos «cons» en la playa, imágenes preciosas.
—Sí, yo creo que fue sobre todo un momento de romper con todos los valores de la generación anterior en todos los sentidos. Esa libertad y esa apertura que ellos no habían vivido y que de alguna manera veían en el resto de Europa. Creo que es una generación muy clave para contarnos hoy y para saber dónde estamos.
—¿Buscaste no juzgar esas formas de reaccionar de las familias, ocultando, porque ellos tampoco tenían mucha información sobre las drogas o el sida?
—Sí, para mí era muy importante eso, contarlo desde la empatía. Al final lo único que les pasa es que sienten un dolor muy profundo por el hecho de tener esa pérdida, y ellos vienen de donde vienen, entonces el estigma que esto causa les hace que sea difícil colocar la memoria en su sitio.
—Solo hay una escena en que se ve a tus padres drogándose y con el mono. ¿Era inevitable?
—Sí, sí, para mí era importante que se viera. Esto fue un diálogo que tuvimos con la productora, con la gente de guion, de si había que ver o no cómo se pinchaban. Y sí hay que verlo, porque es parte de esa movida. Para mí era fundamental para no romantizar esa manera de vivir, y que se les viera pinchándose, por eso el mono en este sentido era muy importante. Y a la vez también tenía que encontrar la medida justa para no juzgarlo, representarlo como un ritual, como lo podían vivir ellos en ese momento y con cierto cariño, porque las películas sobre la heroína son muy duras y muy sórdidas. Creo que no todo el mundo lo vivía así.
—Pero también es bonito ese otro relato de cuando tu madre está embarazada y dice: «Estoy físicamente bien». Queda expresado que ella está libre de ese enganche. Da un poco de luz.
—Sí, sí, porque es eso, que muchas veces las historias sobre la heroína descienden al infierno y de ahí no salen y todas terminan muy mal y eso no es verdad. Hay gente que ha salido de la heroína y mi madre es una de ellas, lo que pasa es que luego vino el sida. Mi madre tuvo la mala suerte de que los retrovirales no llegaron a tiempo.
—Marina va descubriendo cosas de sus padres. ¿Tú descubriste algo nuevo de ellos mientras hacías el filme?
—Claro, es que se me mezcla todo, entre lo que me he inventado, lo que me han contado, o sea, mi memoria es ahora la menos fiable de todas [risas]. Pero he entendido muchas cosas sobre la adicción. Yo siempre he tenido mucha aprensión, por un tema obvio, a las drogas y nunca he querido experimentar en mi propia piel. Pero con la película sí que he entendido más cosas sobre cómo podía ser estar enganchado a la heroína en ese momento, a través de preguntar mucho y de hablar con amigos de mis padres. Luego, evidentemente, he descubierto historias familiares, no solo sobre mis padres, sino sobre toda la familia. Y lo más bonito que he descubierto es entender que su historia de amor fue muy sólida. Fue un amor de verdad, que al final es la primera pregunta que te haces como hija de alguien que ya no está: ¿soy fruto de un amor de verdad o de una cosa fugaz? La de mis padres fue una relación en la que realmente se querían mucho, aunque, cuando hay drogas de por medio, es difícil.
—Tú confesaste que a los 12 años descubriste que tus padres habían muerto de sida. Y en la película Marina descubre que su padre murió en el 92, no antes, como ella pensaba. ¿Tú siempre supiste cuándo había muerto tu padre?
—Sí, sí. Eso es ficción. Yo supe las fechas, aunque con desajustes involuntarios de mi familia. Pero no descubrí lo que se ve en la película, que son cinco años de diferencia.
—¿Pero tú a tus abuelos paternos los conociste?
—Sí, sí.
—¿Y echaste las hojas a la piscina como se ve?
—[Risas] No, no, no tenían piscina, hay muchas cosas que son ficción... No eché las hojas y tampoco tenía motivos para echarlas. O sea, es lo que te decía, los personajes están ficcionados, mi abuela no era así, pero para que funcione la ficción y el drama hay que apretar las cosas, tampoco nunca me dieron un sobre con dinero. Al final, en esta película creo que no hay nada de verdad, ja, ja, ja.