Luís Villares se marcha desencantado y apenado «por non ter cumprido coas promesas feitas no 2016»
19 feb 2020 . Actualizado a las 20:11 h.Cuando en agosto del 2016, Xosé Manuel Beiras, Martiño Noriega, Antón Sánchez y Xulio Ferreiro, animados y apoyados por el motor de Podemos vieron la posibilidad de asaltar la Xunta llevando a las autonómicas el proyecto misceláneo de izquierdas que tan buen resultado les había dado en las municipales y en las generales, se encontraron con que no tenían candidato, con sus principales activos ocupados ya como alcaldes o diputados. Y fueron a Lugo a buscar a un magistrado bajito y sonriente que ya en sus tiempos de universitario en Santiago se movía en la izquierda nacionalista y que formaba parte de la asociación progresista Jueces para la Democracia e Irmandade Xurídica Galega.
A Luís Villares Naveira (Lugo, 1978) la llamada de Beiras le entusiasmó. Era uno de sus referentes, y Martiño Noriega, un viejo colega de asambleas de estudiantes y movilizaciones en las calles de Santiago. No lo dudó, colgó la toga y aceptó ser candidato a la Xunta de Galicia por En Marea. «Recibín unha chamada e ala fun, non tardei en decatarme de que a chamada tiña trampa».
Ahora reconoce que las cosas se torcieron ya desde el primer día, y que se sentía como una marioneta vapuleada por unos y por otros dependiendo de intereses partidistas y estrategias electorales que cada partido diseñaba por su cuenta, como una banda de jazz desentonada. «Querían un home de palla e eu non estaba disposto a iso», confesó más de una vez. Algunos le pusieron la cruz desde el primer día y no se la quitaron nunca. Incluso hoy, cuando tras anunciar su marcha, lo siguen culpando del fracaso de un proyecto que dilapidó su potencial en luchas internas.
En Marea consiguió 271.418 votos, quedó como primera fuerza de la oposición y el proyecto de «unidade popular», sin estructura ni cuadros políticos, tuvo que improvisarlo todo mientras su portavoz atendía las recomendaciones de unos y las órdenes de otros, que le decían cómo debía hablar ante los medios de comunicación, si tenía que sonreír o no a la cámara o si era conveniente que se aprendiese la «neolinguaxe da xente do común». No paraba de quemar millas con el coche en largas semanas sin domingos ni comidas familiares, y un día, pidió un chófer. La noticia no tardó en ser filtrada a los medios de comunicación, y en ese momento, Villares entendió que su principal enemigo no era el PP ni la burocracia parlamentaria, sino que lo tenía en la casa común. «Ese día pensei por primeira vez en marchar para casa». Si quedaba algo por romper, llegaron los retrovisores de los coches que aparecieron estrellados en Santiago una noche en la que la diputada de En Marea Paula Quinteiro, afiliada a la corriente anticapitalista de Podemos, había salido con sus amigos. La sospecha de que el grupo tuviese algo que ver con la gamberrada, el enfrentamiento de la diputada con la Policía Local de Santiago y un vídeo que se filtró posteriormente en el que los jóvenes insultaban a Villares, fue la gota que colmó el vaso. Escenificando en público la ruptura del grupo, Villares pidió «por ética e por coherencia» la dimisión de la joven, contra la decisión tomada por los parlamentarios del llamado sector crítico. Reconoce que ese fue el peor momento, y el punto de inflexión. En Marea no tenía futuro.
Pero Luís Villares es terco, y siguió. Soportó desplantes e indirectas, perdió amistades y se reconoció desautorizado, en público y en privado, por quienes un día lo fueron a buscar a casa. Y sin embargo, resistió. «Pensaba que unha vez que adquires un compromiso coa cidadanía, as decisión xa non son persoais, tes unha responsabilidade e tes que estar aí». Y sobrevivió a la ruptura de En Marea, a la insignificancia de su organización y a los desplantes de sus antiguos compañeros.
Convocadas las elecciones autonómicas, En Marea se resistió a desaparecer, y Villares quemó el último cartucho pidiendo la unión de las fuerzas de izquierdas con el objetivo de derrotar al PP. Como nadie atendió la llamada ni respondió a su oferta, decidió colgar la toga de la política, no sin antes despotricar sobre las cúpulas de los partidos y el devenir de unas organizaciones que, a su entender, ponen a funcionar la maquinaria electoral «afastadas» de la ciudadanía a la que dicen servir.
Por primera vez en cuatro años, se le ve descamisado y hasta desmelenado.