Nieves Cabo, la primera gallega vacunada, en vez de decir lo que dijo debió de tener un recuerdo agradecido por la generosidad del Gobierno de Sánchez
02 ene 2021 . Actualizado a las 05:00 h.Hablando en sentido estricto solo el Supremo Hacedor puede arrogarse el derecho a inaugurar. Así lo hizo cuando creó los cielos y la tierra en aquellos seis días sin tregua, sin estar obligado por nadie ni recurrir a ningún presupuesto público. A partir de ese momento los inauguradores están pecando al menos de inmodestia porque suplantan al creador, menosprecian la soberanía popular y olvidan al contribuyente. Sin embargo pocos son los que resisten la tentación de colocar una placa de autoalabanza o de atribuirse méritos que no son suyos. Notable fue el caso de Fraga que no inaugura el consabido pantano, sino una cascada allí donde desemboca el río Xallas, aunque bien es verdad que dejando al margen al resto de la naturaleza circundante.
Ahora resulta que una diputada gallega sale de su anonimato para proclamar que «las vacunas las paga el Gobierno». El de Sánchez, aclara por si hubiera confusiones. Nieves Cabo, la primera gallega vacunada, en vez de decir lo que dijo debió de tener un recuerdo agradecido por esa generosidad gubernamental, o lucir algún tipo de distintivo, y sus compañeros de residencia bien pudieron entonar alguna canción dedicada al mandatario munificente. No lo hicieron los muy ingratos, a pesar de haber sido educados muchos de ellos en el sabio caciquismo de aquellos tiempos en los que cualquier servicio era un favor del señor correspondiente.
Ocurre que la parlamentaria, siendo como es socialista, debiera tener un arraigado sentimiento de lo público, y sin embargo lo que hace es privatizar la vacuna que ya no es de todos, sino del Gobierno. Su actitud es un paso más allá de aquella declaración de Carmen Calvo en la que aseguraba que el dinero público no es de nadie a fin de justificar determinados gastos de su etapa de ministra de Cultura. Las vacunas no son de todos ni de nadie, sino del presidente que las reparte como un bondadoso Papá Noel a unos ciudadanos que han prometido ser buenos.
En los tiempos de Nieves, la abuela de Galicia, el cacique era equivalente a Dios en su jurisdicción hasta el punto de competir con el patrón de la parroquia. Muchas veces los gallegos de entonces no sabían si lo correcto era presentar la petición al santo o al influyente del lugar, tan bien retratado en Los gozos y las sombras en la figura de Cayetano Salgado. En todo caso el Estado era algo en lo que no se creía aunque lo hubiera, como las meigas, un alma en pena que residía lejos en la ciudad o en Madrid, y con el que solo se relacionaba precisamente el cacique mediante misteriosos sortilegios. En estos tiempos de hoy Nieves conservará la fe en los santos correspondientes, pero ya sabe que hay una administración que también vela por ella y le proporciona vacunas, por mucho que diga esa diputada que nunca debió salir de su merecido anonimato.
Las otras monarquías
Cuando el presidente anuncia una reforma de la monarquía para adaptarla al siglo XXI, se olvida de las otras. Tal vez sea cierto que la de Felipe VI está anclada en el XX, pero las demás tienen mucho que ver con las absolutas del XVIII. En una corona como la que representa Pablo Iglesias el rey reina, gobierna, legisla, condena y tiene cortesanos, sin más control democrático que unas elecciones amañadas, de manera que no es el jefe del Estado sino el líder de Unidas Podemos el que en realidad está emparentado con Fernando VII. Reformar una monarquía y no la otra dejaría al Estado descompensado. Se modernizaría la Casa Real al tiempo que se permite que haya partidos -no solo ese, desde luego- donde se incumple el mandato constitucional de que sean democráticos en su estructura y funcionamiento interno. Acaso la intención última no sea derrocar la monarquía constitucional, sino convertirla en ornamento tan operativo como los leones del Congreso, y dejar el campo libre a esas otras monarquías que rugen de verdad.
Con tres dan hecho
«Damos hecho tres perfectamente». La afirmación que hacía estos días Gonzalo Pérez Jácome supone un paso más en la democracia, que empieza con todos los atenienses libres y varones tomando decisiones en el Ágora para convertirse poco a poco en representativa, mediante un puñado de políticos en los que se delega la soberanía. En Ourense son tres. El alcalde y dos más llevan el peso de la tercera polis gallega, algo imposible según los criterios al uso, pero viable de acuerdo con las palabras del regidor. Con tres dan hecho, lo cual es un precedente inquietante para los demás concellos, la Xunta, el Gobierno y la Comisión Europea sin olvidar, claro está, la Diputación ourensana. ¿Con cuántos darían hecho en todos estos poderes ejecutivos? Quién sabe si este peculiar alcalde no estará descubriendo con esa trinidad gobernante que hay cargos superfluos. Quizá en el futuro hasta él mismo sea prescindible si aprende a gobernar ese centro de inteligencia artificial que creó en la ciudad. En vez de alcalde, algoritmo.