Feijoo, entre el amor y el deber

GALICIA

PILAR CANICOBA

26 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Por recurrir a una expresión utilizada con profusión por los colegas de la prensa rosa, Galicia y Feijoo forman una de las parejas más sólidas del panorama político. Es el suyo un amor a primera vista que se prolonga sin altibajos durante muchos años de intensa convivencia. Él le proporciona a ella una estabilidad que otras comunidades no tienen o han perdido, y ella le da a él un apoyo que los demás líderes envidian mientras sufren tormento en coaliciones inestables. Para completar el cuadro el príncipe que encandila a la princesa es azul, como en los antiguos cuentos que hoy quizá sean incorrectos. En suma, que ambos encuentran su media naranja, son felices y comen perdices.

En medio de esta luna de miel permanente cuyo final no se divisa en el horizonte, él anuncia que deja la placidez del hogar. Los aficionados al culebrón sospecharán enseguida que se va con otra, alguna lagarta que no tiene las arrugas que la Galicia milenaria va acumulando sobre su rostro. Quienes están habituados al político pícaro intuirán que se trata de otro caso de puerta giratoria que conduce a un jugoso puesto de consejero en una firma de postín. No faltarán los que piensen que, rompiendo el tópico, Feijoo es un gallego al que le gusta subir por la escalera en lugar de quedar confortablemente en el descansillo.

Lo raro es que ninguna de esas hipótesis encaja con la situación. Ni existe infidelidad, ni le aguarda un retiro dorado, ni podemos hablar de un ascenso en el escalafón político ya que la Moncloa queda a años luz. Se va a una guerra. La imagen análoga en la mitología es la de Ulises que deja a Penélope para ir a la de Troya sin saber si habrá un regreso. En la historia de Roma Feijoo sería Cincinato, el patricio al que el Senado saca de su vida plácida para arreglar con plenos poderes las desfeitas de la república, no muy diferentes a las que sufre el maltrecho PP por culpa de dirigentes inanes. Antes de emprender esta aventura podría recitar a Rosalía aprovechando el día dedicado a su memoria: «Deixo, en fin canto ben quero, quen puidera non deixar».

Pero no es la primera vez que lo hace. Cuando el fraguismo menguante lo recluta él estaba disfrutando, en un Madrid más sosegado que el actual, de una tecnocrática tranquilidad. En aquel entonces venir aquí era sumergirse en otro conflicto bélico de incierto resultado. Veni, vidi, vici. Llegó, vio, venció e inició con Galicia una larga historia de amor que ahora queda entre paréntesis debido a la llamada del deber. Sea como fuere el desenlace, este es un amor verdadero a diferencia del que le prodigan a Feijoo en medio de las trincheras madrileñas. Falta saber si Galicia tendrá que compartirlo, si quedará viuda, se volverá políticamente promiscua o encontrará otro príncipe, azul o no, con el que repetir el idilio.

La caída de la efebocracia

Los tres mosqueteros llegaron antes de convertirse en cuarentones. Mejor habría que decir que irrumpieron. De una u otra forma fueron hijos de la indignación con el pasado y cumplieron con el rito de matar a los padres para instaurar una efebocracia. Albert Rivera, Pablo Iglesias y Pablo Casado (en orden de desaparición) se distinguieron por las prisas. Aunque aquello de tomar el cielo por asalto se atribuye al ex de Podemos, la autoría es de Marx (Carlos) e inspiró al trío de velocistas. Ante su empuje, el viejo comunista, el liberal pausado y el conservador prudente se hicieron a un lado al entender que nacía un nuevo mundo político en el que ellos solo tenían plaza en un balneario donde contarían sus batallas a algún residente sordo. Pronto entendieron que la política es una maratón que requiere paciencia y resistencia, en el que siempre pierden los impetuosos. Ahora son sus mayores los que reparan los destrozos. Yolanda es joven pero no tanto, Feijoo un 6.0 y Cs, siniestro total. El cielo sigue inexpugnable.

Perdone las molestias, señor Putin

Putin es rebelde porque el mundo lo ha hecho así. El desprecio de Occidente le provocó traumas insalvables. La agresiva expansión de la OTAN lo obligó a reaccionar. Ucrania no supo respetar la proverbial sensibilidad rusa. Como sucedía cuando los padres de Bildu asesinaban a alguien, se desata un mecanismo perverso que carga el peso de la culpa en la víctima, exonerando así al verdugo. Algo habrá hecho. Algo habremos hecho para que el autócrata del Kremlin se cabree de esta forma. Es una reacción pusilánime con precedentes históricos, como sabe cualquiera que recuerde la respuesta de Chamberlain a la invasión nazi de los Sudetes, o la que buena parte del comunismo internacional da al aplastamiento de la primavera de Praga por los tanques soviéticos. Se rechaza, sí, pero solo para situarse en lo que una lideresa llama «neutralismo activo». No hay culpa alguna de Occidente ni de la OTAN, a la que los países se adhieren libremente sin ser previamente invadidos. Los ucranianos eran libres. Ese fue el único motivo.