Antoni Tàpies: En la cocina del genio

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La Voz visitó en el 2005 al artista en su hermética casa de Barcelona, donde su taller tenía la solemnidad de un templo

13 dic 2013 . Actualizado a las 13:26 h.

La casa de Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012) en su ciudad natal ofrecía una fachada tan hermética como a veces podía resultar su arte: las ventanas ocultas tras lamas metálicas y una puerta que en realidad debería abrir un garaje custodiaban un estudio y vivienda en los que el silencio y la luz se asemejaban a los de un templo. El estruendo del tráfico no era más que un recuerdo lejano y la euforia de la primavera se matizaba hasta adquirir una cualidad intemporal que dotaba a cada estancia de placidez y calma.

Antoni Tàpies aparecía en la puerta del estudio, donde se encontraban concentrados en unos metros las obras que acostumbramos a ver en las páginas de los catálogos o en exposiciones como Tierras. El propio autor se disculpaba por no haber podido asistir a la inauguración: se movía lentamente, no oía bien («esta tarde voy a probar lo último en tecnología de audífonos», decía, entre resignado y escéptico) y tenía problemas de vista, que, aunque se hubieran estabilizado, le obligaban a leer con lupa y a aumentar el tamaño de sus obras. Sin embargo, Tàpies no había perdido en el 2005 el deseo de seguir investigando en su arte y prueba de ello eran los destellos de viveza en sus ojos; transmitía la impresión de ser alguien a quien le costase acostumbrarse a que su cuerpo ya no pudiera ejecutar con la misma velocidad la creación que seguía maquinando el cerebro, incansable.

Enfermedades

La enfermedad, sin embargo, desempeñó un papel importante en la trayectoria del Antoni Tàpies. Fue una prolongada convalecencia

la que le dotó del tiempo necesario para iniciarse. Una tuberculosis pulmonar le robó casi tres años de juventud pero que le otorgaron la conciencia del artista. «Al final te acostumbras y lo haces todo en la cama. Leía, oía música y cuando comencé a levantarme también empecé a dibujar: hacía retratos de mis compañeros de enfermedad, porque estaba en un sanatorio. Al no ser una enfermedad dolorosa te mimaban mucho: mis padres me traían libros, podía escuchar discos por la radio o charlaR con los compañeros». La lectura de filosofía y el descubrimiento de Van Gogh cristalizaron en una vocación que, al principio, chocó con los planes familiares de Tàpies. «Mi padre no me ayudó mucho. Era abogado y su ilusión era que yo siguiera con el bufete de abogados. Tanto me apretó que llegué a estudiar la carrera durante cuatro años. Pero llegó un momento que el Gobierno francés me dio una beca para irme a París, una beca que era ideal, te pagaban una mensualidad para vivir en París, sin obligación de hacer nada en concreto. Entonces lo dejé todo y me marché. A mi padre, en cambio, le gustaban los ensayos filosóficos. Incluso tenía las primeras traducciones, que venían de la Argentina, de Alan Watts... eran los divulgadores de filosofía del Este. Yo creo que me ayudaron mucho. Más que analizar mucho la estética de las caligrafías, a mí lo que me gustaba era conocer el por qué se hacía esto. No te digo que lo estudiara de forma sistemática, pero estudié bastante filosofía oriental, y me quedé prendado del budismo mahayana y la rama que en Japón se llamó zen, que se ha hecho muy popular. Pero es un tipo de pensamiento que queda muy moderno todavía».

Otras culturas

Ese interés de Antoni Tàpies por otras culturas le alejó del etnocentrismo europeísta y se reflejaba en las paredes de su casa: la conversación tenía por testigos sendos cuadros de Miró y Klee, además de una escultura de Giacometti, pero junto a estas piezas se encontraban caligrafías orientales del siglo XVIII o un ex voto africano, una figura de madera cubierta de clavos que parecía vigilar el jardín del patio. Debajo se hallaba el estudio en el que el artista seguía creando, aunque se encontrase más cómodo en el espacio de trabajo en el que se refugiaba los veranos en el Montseny. Un proceso, el creativo, intuitivo y misterioso: «Es difícil de explicar. Al final, después de investigar, pensar, meditar, llegas a una puerta, que es la puerta del misterio. Hay un misterio detrás y no lo hemos descubierto nadie. Te da como una tensión curiosa: que estás junto a la puerta e intuyes lo que hay detrás, pero es una imagen de Antoni Tàpies trabajando en la obra Cruz invertida, en el taller de Grasse, en el 2002 prácticamente imposible describirlo plásticamente».

Trabajar con calor

Antoni Tàpies confesaba que el verano era la estación que mejor le sentaba como artista («no sé, quizá sea el calor, que me ayuda a conseguir

el clima que necesito») y que cada obra era más el resultado de la sudoración que de la inspiración. «El mismo trabajo te va calentando, te va provocando la inspiración, que mucha gente cree que la hemos de esperar sentados a que nos caiga del cielo. La inspiración te viene manipulando los materiales,

trabajando», explicaba.

La larga trayectoria del Antoni Tàpies también le permitió echar la vista atrás y reflexionar sobre sus creaciones. La publicación del catálogo razonado de su obra le sirvió para someter a examen cuadros y esculturas; a veces sentía la tentación de revisarla, «ahora que tengo una conciencia diferente». Sin embargo, percibía su carrera como un todo: «Casi no tengo la sensación de que hago algo por separado, sino que estoy haciendo una obra global, creando una atmósfera, un clima...». ¿Y a qué se habría dedicado Antoni Tàpies de no haberse dedicado a la plástica? «Quizá hubiera escrito».

Este artículo se publicó en el suplemento Culturas el sábado, 14 de mayo del 2005.