Muchas veces recuerdo aquel último viernes del mes de agosto del año 2002 cuando, en un restaurante de la hermosa villa marinera de Candieira, nos reunimos una veintena de viejos alumnos y alumnas de aquella academia de don Severino para celebrar una cena y reencontrarnos después de 35 años. Aquellos adolescentes de 17 años nos habíamos convertido en hombres y mujeres ya con un largo camino de la vida recorrido. En cuyo itinerario habíamos hecho uso de lo aprendido en materia académica y de los valores humanos en aquella academia adquiridos, a la que tanto debemos y con tanto cariño recordamos.
Lo recuerdo con alegría, pero a medida que mi mente va avanzando en tan agradables momentos vividos, tal alegría se va tornando en tristeza. Ya no estamos todos los comensales que en tal señalado día tantos recuerdos repasamos, brindamos, reímos e instauramos fecha de tal celebración para años venideros.
Saturnino, Juan, Mercedes y Castro, por este orden y después de luchar con fuerza y valentía contra esa maldita enfermedad, nos fueron dejando para celebrar tan deseada juntanza en otro lugar y recordarnos con la misma alegría, ternura e inmenso aprecio con que nosotros lo hacemos cada año hacia ellos. Los cuatro llevaban como ADN la alegría y el compañerismo a ultranza. Por eso cada año, cuando los recordamos, lo hacemos con esos mismos valores que nos ayudan a encubrir la pena. Y entonamos una canción que a buen seguro es la forma de recuerdo que más agradecerán.
La vida sigue su curso imparable y en muchas ocasiones oímos y, mismamente, comentamos que hay que vivir la vida porque es corta. Y a continuación nos preguntamos qué es vivir la vida. Para mí, una de las respuestas a tal incógnita es juntarme cada año en Candieira con mis amigos y amigas de la niñez y adolescencia que cursamos aquel bachillerato de los años sesenta, y recordar a los que ya no están físicamente, pero que permanecen en nuestro corazón eternamente. Las pequeñas cosas, pero emotivas, y lo inmaterial también son motivo de felicidad.