Italia se juega mucho en estas elecciones. Tras veinte años de vida política y social dominada por la controvertida figura de Silvio Berlusconi, el país necesita un cambio. Cansados de los escándalos, hartos de una clase política corrupta y sumidos en una gravísima crisis económica, los italianos acogieron en noviembre de 2011 a Mario Monti como el único capaz de cambiar las cosas.
Después de 14 meses de Gobierno técnico, el balance presenta sus claros y sus sombras. Con su política económica, Il Professor ha conseguido frenar la prima de riesgo y dar una imagen de seriedad en Europa. Los mercados le han dado su confianza. Pero en política doméstica las cosas no han ido tan bien. Leyes como la reforma del trabajo o de las pensiones no han sido bien digeridas por los sindicatos y los trabajadores, pero ha sido el impopular impuesto sobre la primera vivienda lo que le ha hecho ganar la antipatía de todos. Monti siempre ha mantenido que se había limitado a aplicar una medida ya aprobada por el Gobierno de Berlusconi, pero este lo ha negado y ha convertido la abolición del impuesto en el centro de su campaña.
La Lista Monti no pasa del 12 por ciento en intención de voto, en dura pugna con Beppe Grillo para convertirse en la tercera fuerza. Su intento por reunir en torno a él al centroderecha italiano se ha demostrado más difícil de lo que parecía al tener que enfrentarse al populismo de Berlusconi, aún muy enraizado en ciertos ambientes sociales en los que el pago de impuestos o la justicia social son conceptos «comunistas».
Durante esta campaña Mario Monti intenta presentarse más humano y cercano. Se han visto imágenes insólitas del frío profesor con un perrito en brazos o acariciando niños. Pero no ha ahorrado duros ataques ni a la política de su predecesor, al que ha acusado de «comprar los votos de los italianos», ni a Pier Luigi Bersani al que no perdona su alianza con el izquierdista Nichi Vendola.