Cuando los tanques ruedan por las calles sin la autorización del Gobierno, no puede llamarse de otra manera que golpe de Estado. Esto es lo que sucedía ayer en El Cairo. Sin embargo, el Ejército egipcio todavía insistía en negar la evidencia. Eso sí, se esperaba que esta vez los militares, que han aprendido de sus errores de hace dos años, se mantuviesen más en la sombra. Desde ahí pueden irle indicando el camino, y poniéndole límites, a un Gobierno civil. No importa el arreglo que hayan pactado con la oposición laica, el nuevo hombre fuerte del país es, evidentemente, el general Sisi.
El arreglo consiste, como suele suceder en estas tesituras, en un Ejecutivo «tecnocrático» dirigido por una figura institucional, en este caso el presidente del Tribunal Constitucional. La idea es «reiniciar» el proceso democrático, creando una Constitución y una ley electoral que hagan imposible un triunfo futuro de los Hermanos Musulmanes y que mantengan las riendas del poder firmemente en manos de las élites urbanas a las que la oposición laica representa. El Ejército, a cambio, se garantiza sus intereses corporativos y mantiene el papel destacado que siempre ha jugado en la política del país.
¿Puede salir bien? Podría. Es cierto que hasta aquí el proceso democrático ha ido dando tumbos (aunque no solo ni principalmente por culpa del Gobierno del expresidente Mursi). El problema es que una democracia no es como un ordenador que se reinicia sin más.
Los Hermanos Musulmanes, realmente, ganaron las elecciones, y no es probable que se les olvide. Muchos de los suyos ya han muerto estos días y es de temer que la sangre siga corriendo. Tampoco va a ser fácil que la oposición se mantenga unida ahora que ya puede disputarse el poder. El sector de izquierda puede arrepentirse pronto de su apoyo al Ejército, como le sucedió hace dos años. Los mubarakistas, que ahora están firmemente incrustados en la oposición laica, sueñan con la revancha. Sobre todo, se ha creado un mal precedente.