Ruth Conde: «Los pacientes ucranianos han pasado este año del estrés y la ansiedad a un cuadro depresivo»

maría ballesteros REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

Ruth Conde,  referente médico de proyecto de Médicos Sin Fronteras
Ruth Conde, referente médico de proyecto de Médicos Sin Fronteras XOAN A. SOLER

«Siempre piensas que lo que ves en las misiones, en Ucrania y también en Venezuela o Yemen, podría pasarnos a nosotros», dice la enfermera del CHUS y referente de proyecto de Médicos Sin Fronteras en Ucrania

25 feb 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Ruth Conde (Teo, 1981) lleva más de una década alternando los pasillos del Complejo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS), donde trabaja como enfermera, con misiones humanitarias en países como Mozambique, Venezuela, Yemen o República Centroafricana, como miembro de Médicos sin Fronteras (MSF). Su últimos destino —«un reto personal», dice— fue Ucrania, de donde regresó en diciembre tras tres meses de trabajo de emergencia en el sur del país.

—Tras haber vivido otros conflictos como Yemen o Mozambique, ¿qué cree que iguala y qué diferencia el de Ucrania?

—Lo que los une es que en un conflicto armado quien sufre es la población civil. Lo diferente en Ucrania es que su sistema de salud es funcionante, como podría ser el caso de España.

—¿Qué necesidades se ha encontrado?

—El oeste, donde yo estaba, es la zona de mayor acogida de desplazados internos. Y encuentras falta de acceso a la salud básica: pacientes crónicos, desplazados, que han interrumpido su tratamiento; gente que ha abandonado su casa y está en refugios temporales con condiciones de vida complicadas: falta de acceso a agua, electricidad, calefacción... Hablamos de gente muy mayor, con patología crónica, niños y mujeres… Y otra de las necesidades más graves es la afectación a nivel de salud mental.

—¿Ha afectado más que en otras zonas de conflicto que conozca?

—Más no, pero el enfoque es distinto. En otros países hay conflictos más cronificados. Quizá no es la palabra correcta, pero la gente está más «habituada» a esa situación. Salvo en el sur y el este, donde el conflicto comenzó hace nueve años, para la población ucraniana fue mucho más inesperado, y además la gente tenía la sensación de que iba a ser breve: dos, tres meses… Y, de repente, se encuentran con que se está empezando a cronificar.

—¿Cómo se manifiesta en su salud mental?

—En los pacientes hemos encontrado inicialmente una situación más de estrés, pero a medida que pasan los meses ese estrés, esa ansiedad, pasa a un cuadro más depresivo: la situación se alarga, no tengo trabajo, vivo en un refugio con 90 personas más, sin agua, no sé cómo voy a poder mantener a mis hijos, a mi familia… La situación es distinta a medida que pasan los meses y la patología también va cambiando.

—El Gobierno de Zelenski pide más armas, pero ¿cómo lo ve la población de a pie?

—Hay gente que está en contra, otra que quiere seguir luchando, que dice «esta guerra la vamos a ganar»… pero lo común a todos ellos es que quieren que esta situación se termine, de una forma o de otra, bien sea un acuerdo, ganar o perder. Y la gran mayoría quiere volver a su casa. Tenemos que ponernos en su piel y no perder esa empatía. Es como si estamos en Galicia y nos tenemos que desplazar a Valencia. A nadie le gusta dejar su casa y su familia. El sentimiento común es que quieren volver a su vida, a su normalidad.

—¿Ha cambiado su visión del conflicto tras regresar?

—Cuando estás allí de lo que eres más consciente es del sufrimiento, de las historias individuales, y desde aquí hay una visión más general. Tras el aluvión de información del principio, cada vez se va escuchando menos hablar de Ucrania. Y, por ejemplo, ahora la situación en Siria y Turquía tras el terremoto hace que la información se vaya diluyendo más y eso también se refleja en las aportaciones que se hacen en Ucrania.

—La respuesta social...

—Ahora todo el foco está en Turquía y en Siria. Así como la respuesta humanitaria en marzo y abril fue enorme con Ucrania, esas donaciones han ido disminuyendo y eso tiene también un efecto en la sociedad civil.

—Ucrania también desplazó el foco de otras necesidades humanitarias y se apeló también a la proximidad...

—Desde MSF intentamos redistribuir sin que afecte al resto de proyectos, pero sí que es verdad que la gente se sensibiliza o se identifica mucho más con un ucraniano… Pasó también un poco en Siria, nos identificamos quizá mucho más con un refugiado sirio que con una persona que venga de Nigeria, pero es un mal social, es algo que es inevitable.

—Usted que ha visto en Ucrania unas condiciones parecidas a las nuestras, ¿ha sentido miedo a que este tipo de situaciones puedan pasar aquí?

—Yo estuve en Venezuela, en Colombia, en Yemen… siempre hay algo que nos puede pasar a nosotros: desde el colapso del sistema sanitario, desde una crisis económica absolutamente brutal… es una realidad que está ahí, que nos puede pasar siempre. Esa sensación no solo me ha pasado en Ucrania, me ha pasado muchas veces.

—¿Cada misión le carga la batería o se la descarga?

—Yo te hablo como Ruth. Trabajando en la unidad de emergencia, hacemos misiones relativamente cortas, de tres meses máximo, porque te descargas completamente: son 24 horas, siete días a la semana. Y yo, personalmente, vuelvo extremadamente cansada, emocional y físicamente muy cansada.

—¿Con sensación de que la labor tiene un plazo de caducidad?

—No, al contrario. Es la sensación, común en las organizaciones humanitarias, de estar en el lugar correcto en el momento correcto. Y eso es lo que te aporta la energía suficiente para que, si te llaman mañana para otra misión, tengas fuerzas para ir. Es el fin por el que hacemos esto. Cuando terminas una misión estás muy cansada, pero tienes ganas de volver a la siguiente.