Confieso que no soy un aficionado al uso. Ni un seguidor apasionado, ni un forofo efusivo, ni un hincha impetuoso. Sí recuerdo de niño en El Molinón, la emoción de la casi Liga que ganó finalmente el Real Madrid, incluso la que obtuvo en Gijón aquella Real Sociedad a la que acabamos aplaudiendo todos los hinchas del Sporting.
Una vez que el fútbol se convirtió en mi profesión y no en mi ocio, me fue imposible compatibilizar la pasión con el análisis. Me crucé con Julio Díaz y Fernando Vázquez, y la cosa fue a peor. Comencé a vivir los partidos desde la grada una vez retirado del fútbol en activo de una forma distinta. Observación, estudio, aprendizaje, enseñanza, pasaron a formar parte de mi visión de los partidos. Por supuesto con el ánimo y el deseo de que ganara mi equipo pero sin la vehemencia que viví en El Molinón.
Hasta que llegó el pasado sábado día de Reyes. Algo era distinto a otro día desde el mismo momento de levantarme de la cama. Comí rápido y me lancé al estadio. Viví la llegada de los dos equipos como si de un infantil o adolescente se tratara. Me entregué sin reparos ni complejos ante el inmenso escenario que veía. Me asocié con mis vecinos de asiento y formamos un grupo alegre, alborozado, festivo y divertido. Sentí lo que hacía mucho que no sentía y ese instante me llenó como nunca. En el descanso, ya había merecido la pena y cualquier cosa que pasara después no importaba.
Desde el sábado vivo de otra forma, el fútbol tiene ese poder. El poder de transformar y transformarte, de crear emoción y emocionarte, de sentir pasión y apasionarte. Desde el sábado soy más del Lugo y también más del Atlético. Vino aquí con lo mejor y puso lo mejor. Vi a Simeone en la banda con la misma pasión que en la final de la Champions. Respeto al adversario con mayúsculas.
Nada puede ser igual a partir de ahora. Cada uno con su responsabilidad, con sus obligaciones, con sus compromisos. Esto no puede parar, no podemos pararlo, tenemos el deber de no pararlo.