Mi infancia son recuerdos del barrio de Recatelo donde el parque era nuestros jardín particular, lugar en el que se entremezclaban los juegos infantiles ?peón, canicas, clavo o billarda- con los paseos nocturnos en los anocheceres cálidos del estío, o los primeros amores platónicos que quedaron en eso, en un abrirse a la vida.
Tiempos con el estanque de los patos congelado en las crudas heladas de invierno, carámbanos de hielo colgando en la fuente que ocultaba entre sus aguas preciosos y codiciados peces de colores.
Inolvidable aquel ciclón que una noche arrasó con la copa del pino más alto, al borde de la caseta del mono Pepito, dejando una siembra de cadáveres de estorninos que hicieron las delicias de algunos de nuestros hogares.
He vuelto al parque Rosalía de Castro tras un de un par de años de ausencia. Desde la pérgola sigue sin divisarse el valle del Miño, ahora sin los edificios fruto de la especulación pero con unos voluptuosos árboles, no sé quien sería el genio que tuvo la idea de plantarlos en el lugar, que impiden ver tras su tupida cortina de hojas, el espléndido valle que nos envía sus densas nieblas cuando llega la invernía.
No podía quedar en el olvido la visita al estanque de los patos, ahora en secano, con dos operarios en su limpieza y las palmípedas, ya ni un cisne queda, acorraladas en su caseta.
Me detuve, con calma, en una ojeada al mapa de España, con sus ríos y sus luces marcando los faros de la península; en la fuente, obra de Francisco Asorey, dedicada al alcalde Ángel López Pérez, o en el busto de Rosalía de Castro, obra de Manuel Mallo.
El parque sigue siendo verde, frondoso y calmado, como siempre. Claro que a lo mejor, solo son recuerdos.