Me encontré días atrás con Manolo en la Avenida de A Coruña, y cuando me cercioré de que en verdad era Manolo, porque me saludó, se me encogió el corazón. A Manolo hube de saludarlo tendiéndole la mano de arriba abajo, pues venía en silla de ruedas. Qué fue, Manolo. ELA, amigo mío, ELA. La flema no es mi fuerte y solté un maldita sea que alertó a toda la acera.
Como hecho aposta, al poco tiempo me llega al móvil uno de esos reels de ahora en el que Carlos Unzúe afirma que aún siguen aguardando las ayudas, y que unos cuantos compañeros de sufrimiento, abatidos, desencantados, desolados… rendidos, optaron por la eutanasia y ya se han ido. Y es entonces que se me inflama hasta la neurona más pasota de mis sesos y busco ayuda relajante mirando por la ventana.
Me pregunto aquí en el Alto, tratando de serenarme, cuánta gente en Lugo estará como Manolo luchando estoica en el desierto, aguardando por su maná pero olvidada por los de siempre y apenas si lo consigo. ¿Porqué esas prisas para algunas cosas, miserables, y para atender desgracias, o no llegáis, o llegáis tarde? ¿Pero a qué nivel hemos llegado? ¿Puede un servidor público aguantar e irse a la cama como si no pasara nada? ¿Sin que de amargura le reviente el alma? Pagaría por saber cuántos infames con mando en plaza saben lo que es eso que llamamos alma.
La dura realidad es que no son solo ellos los culpables… Somos todos, oigan. Eso pienso. Unos callan y otros solo gritan hacia donde sopla el viento y así no hay manera de arreglar nada.
Desde mi ventana se ven As Gándaras con su asilo inmenso y al fondo el cielo, unos días azul, otros con nubarrones negros. No pilla lejos.