Bajo la historia oficial de la literatura española circula una corriente subterránea, apenas perceptible, que conecta voces distantes y paradójicamente unidas por su vocación de escribir a contrapelo. Son esos autores que, al menos en vida, cultivaron la derrota con elegancia y dandismo. La muerte subió luego, cuando ya no importaba, a alguno de esos perdedores a un pedestal póstumo, con esa devoción necrófila tan hispana de rendir tributo a quien ya no estorba. Esta estirpe podría nacer con el propio Cervantes quien, como recordó ayer Bonald desde el atril de Alcalá, levantó su biografía «acumulando decepciones, fracasos, desdenes». Perdió la vida para vencer en la literatura. Y, al igual que sus herederos, lo hizo con una sutil sonrisa en los labios, la misma que arranca la lectura de su prosa inteligente e inagotable. Caballero Bonald evocó la «conmoción insospechada» que le causó El Quijote cuando cayó en sus manos en el colegio de los Marianistas de Jerez. Entendió entonces que frente a un mundo hostil hay que reivindicar el poder de la palabra y «los nobles aparejos de la inteligencia». Por eso desearíamos, después de todo, que se cumpliese la memorable greguería de Gómez de la Serna (otro glorioso perdedor): «Lo bueno sería que al final se descubriese que los molinos no son molinos, sino gigantes». Amén.