Dentro de la historia de absoluta desmesura que el dinero y las finanzas viven desde hace al menos tres décadas, el episodio de las políticas monetarias desarrolladas a partir del 2009 merece un apartado propio. Unas políticas que fueron, ya no útiles, sino imprescindibles para intentar neutralizar -en ausencia de signos de vida en otros ámbitos, como el fiscal- las consecuencias de la gran tormenta a lo largo de estos últimos años. Mejor no pensar qué hubiera ocurrido de no estar ahí los bancos centrales, dispuestos a apartar sus inercias y viejos doctrinarismos con el fin de hacer frente a una situación del todo excepcional.
Pero por mucho que esas actuaciones se valoren en positivo, algunas de sus cifras no dejan de causar asombro. Sobre todo una: los principales bancos centrales suministraron liquidez a la economía, a través de mecanismos extraordinarios, por valor de unos 20 billones de dólares. No hay posible comparación histórica de semejante operación de riego masivo de medios de pago; los cuales, por cierto -y esa es la principal crítica que a esas estrategias se puede hacer-, solamente en parte llegaron a sus destinatarios finales, empresas y familias, pues en una porción no pequeña quedó embolsada entre los tentáculos de los propios mercados financieros, alimentando la creación de nuevas burbujas. Lo cual llevó a que se fueran modificando a lo largo de los años, con un mayor peso de la adquisición directa de deuda.
Es bien sabido que, en el caso del BCE, las políticas no convencionales surgieron con un retraso de casi tres años, respecto a las que estaban aplicando la Reserva Federal norteamericana y, en menor medida, el Banco de Inglaterra. En cualquier caso, desde el 2012 cobra fuerza la línea de expansión con tipos próximos a cero, experimentando un considerable impulso a partir del 2015, cuando su mecanismo fundamental es ya el uso de operaciones masivas de adquisición de activos (en torno a 60.000 millones mensuales) por parte del propio banco. Desde entonces, ese programa ha generado una creación extraordinaria de liquidez por valor de 2,5 billones de euros.
Es evidente que una situación así no se puede mantener durante mucho tiempo. Pero, aunque en varias ocasiones pareció que el programa iba a ser suspendido, el hecho es que se ha venido prorrogando… hasta el próximo mes, en el que, esta vez sí, quedará cancelado. Se llega así a un final de etapa, y al comienzo de una nueva cargada de incertidumbres. En primer lugar porque, en realidad, los motivos que dieron pie a la política extraordinaria no han desaparecido; es más, el ambiente que ahora se respira es el de una ralentización del crecimiento: la ya bien conocida inquietud por el estancamiento no acaba de desaparecer del paisaje europeo.
En segundo lugar, entre los problemas que ya se han hecho crónicos aún figura la situación de los bancos que, por mucho que las últimas pruebas de esfuerzo hayan sido positivas, no acaba de convencer a muchos; el cambio de política podría tener un efecto desestabilizador, sobre todo en casos como el italiano. Y en tercer lugar, pero acaso para nosotros más importante, es evidente que las posibilidades de colocar deuda se van a estrechar considerablemente, lo que afectará de un modo particular a los países más endeudados, como es el caso de España. El asunto se torna bastante preocupante si se piensa que los programas del BCE que ahora desaparecerán han significado la adquisición de unos 250.000 millones en títulos de deuda española. Probablemente el año próximo tengamos que hablar mucho de este asunto, que ahora se abre como un notable interrogante.