El presidente estadounidense quiere dejar morir las reglas del juego global: ya no sirven a los intereses de su país. A golpe de arancel, está rediseñando las relaciones entre los grandes bloques económicos

Cristina Porteiro

«El futuro no pertenece a los globalistas sino a los patriotas». Fue la frase que pronunció el 24 de septiembre del 2019 el presidente estadounidense, Donald Trump, en la sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), buque insignia del multilateralismo que se forjó sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. El orden internacional heredado de entonces, inspirado en los acuerdos de Bretton Woods, agoniza. Lo hace ahogado en su propio descrédito y bajo los ataques directos del país que modeló la arquitectura global de la segunda mitad del siglo XX: Estados Unidos. El Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización Mundial del Comercio (OMC) ya no sirven a los intereses de los norteamericanos. Ellos crearon las reglas y ellos las quieren dejar morir, sin consensos esta vez. A golpe de aranceles, de guantazos diplomáticos o de ultimátums. 

Hoy China disputa a Estados Unidos la hegemonía mundial. El liderazgo del Tío Sam está en entredicho. Solo hay que poner los ojos en las cuentas. El país asiático entró en la OMC con un pingüe superávit comercial de 94.438 millones de euros sobre Estados Unidos y cerró el 2018 con un récord histórico de 384.374,8 millones de euros, según las cifras del Departamento de Comercio norteamericano. A pesar de las guerras arancelarias, que han alcanzado su cénit con Trump, el país de las oportunidades no remonta. De ahí que haya pasado de su posición defensiva, con la Administración Bush y Obama, al ataque.

El magnate estadounidense quiere acabar con el trabajo que dejaron incompleto sus predecesores en el cargo: enterrar un modelo agotado del que se benefician sus rivales comerciales. Solo así se explican las continuas zancadillas de Washington en las organizaciones internacionales. Lo hizo al torpedear la entrada de los chinos en la OMC y volvió a hacerlo al bloquear la designación de jueces en el Tribunal de Apelación del organismo, condenando al foro a la mayor crisis de su historia. No se acaba ahí el fuego a discreción de los norteamericanos. La batalla ya no se libra en términos ideológicos sino estratégicos, por eso Estados Unidos ha preparado ofensivas en todos los frentes, desde disparar con aranceles a las importaciones de los competidores a forzar la reformulación de acuerdos comerciales como el NAFTA, instigar deserciones y divisiones en el seno de organizaciones políticas como la UE, diluir los esfuerzos en la OCDE para luchar contra la erosión de las bases impositivas y lograr un impuesto a los gigantes digitales, dinamitar otros acuerdos como el Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP), el pacto de desnuclearización con Irán o el Pacto de París por el clima. El objetivo es recuperar las riendas y la influencia perdidas en los últimos compases de la globalización. Y para Trump, eso pasa por replegarse y «proteger» a sus propias industrias.

Para completar la misión, el presidente estadounidense acometió tres ataques «quirúrgicos» contra la base de flotación del multilateralismo. El primero de ellos tuvo como objetivo estratégico a la OMC y su mecanismo de resolución de disputas. El bloqueo en la designación de sus jueces ha dejado a la organización inoperativa y las denuncias contra sus aranceles, impunes. Ha desactivado al sistema circulatorio del comercio mundial. Se acabaron los compromisos y las normas. Washington conduce al mundo a los tiempos del lejano Oeste, donde imperaba la ley del más fuerte. Si un socio como la UE quiere poner coto a medidas que considera injustas, tendrá que dirigirse directamente a la Administración norteamericana para llegar a un acuerdo que, en algunos casos, exige aumentar las cuotas de importación de ciertos productos estadounidenses como la soja o el gas natural licuado (GNL).

El segundo de los ataques graves al multilateralismo se produjo en marzo del 2018, cuando Trump invocó la denominada «cláusula de seguridad nacional» para imponer aranceles del 25 % a las importaciones de acero y del 10 % a las de aluminio, en lugar de dirimir la disputa en la OMC. La medida, orientada a China, afectó colateralmente a la UE. No solo se le encarecía el precio de exportación hacia el otro lado del Atlántico, también se incentivaba a los chinos a inundar el mercado europeo con los excedentes masivos que habían dejado de ser competitivos en Estados Unidos por el aumento de los costes de entrada.

A la UE no le quedó otra que adoptar medidas defensivas por valor de 2.565 millones de euros. La tercera gran acometida fue la imposición de aranceles del 25 % a importaciones chinas por valor de 45.816 millones de euros, agravado con la amenaza de otro 10 % extra sobre un volumen de 183.264 millones adicionales. El revés obligó a Pekín a sentarse a negociar con Washington fuera de los foros internacionales, cara a cara, hasta llegar a un principio de acuerdo comercial el año pasado, un pacto en dos fases que no se completará hasta después de las elecciones norteamericanas en el mes de noviembre, cuando se aclare el color del futuro Gobierno. Lo que ya se da por hecho es que, con este movimiento, Trump ha abierto la puerta a reformular las reglas del comercio mundial. «Esto debió haber pasado hace 25 años», celebró el magnate tras ver la rúbrica china. Es él quien dicta las reglas.

La resistencia europea

Frente a Trump se erige la desorganizada resistencia europea, inmersa en sus propios debates internos sobre más o menos globalización. La posición de la UE es incómoda. Está obligada a triangular. Su balanza comercial con Estados Unidos es positiva (139.100 millones en el 2018), aunque también sale perdiendo cuando comercia con China (-184.800 millones). Las autoridades europeas han catalogado al país asiático como un «competidor estratégico» y han puesto el foco en sus prácticas desleales (subvenciones masivas a la exportación de sectores clave, manipulación de la divisa, restricciones a las inversiones extranjeras y robo de tecnología), pero son conscientes de que cualquier shock en la economía china tendrá efectos disruptivos en toda la cadena hasta arrastrar al Viejo Continente. 

Por eso Bruselas opta por la reforma de las reglas de juego en la OMC, no insertarle dinamita. Porque, como bien señalan desde el think tank Bruegel, «la agenda Made in China preocupa tanto como el America First de la Administración Trump». Algo en lo que coincide el negociador del TTIP para la Unión Europea, Ignacio García Bercero: «Las normas de la OMC en materia industrial no son eficaces, estamos de acuerdo en eso con Trump, no en su enfoque», asegura antes de criticar el bloqueo al sistema de resolución de disputas: «No han querido resolverlo, están contentos con ello».

 Si Washington acaba derrotando los esfuerzos de la UE por mantener a flote lo que algunos expertos ya denominan el «plurilateralismo», las consecuencias serían «extremadamente graves», alerta García Bercero. Las cosas no pintan bien a la luz de las últimas declaraciones del dirigente norteamericano, quien ha puesto a la UE en el centro de la diana al asegurar que será «la siguiente» porque su posición en materia de comercio «es peor que la de China».

No perdona los subsidios europeos a Airbus, las barreras comerciales a los productos agrícolas o los planes para alumbrar un impuesto digital que afectaría sobre todo a empresas estadounidenses. Quiere pasar el bisturí a la balanza comercial de bienes y quiere hacerlo antes de las elecciones para que el electorado tome nota.

¿Qué aliciente puede tener la UE para romper la baraja y acceder a negociar de forma bilateral como ya hicieron Canadá, México y Japón? Ninguna, solo esquivar el peor de los escenarios: aranceles masivos a la industria del automóvil, de la que vive Alemania. Bruselas ha advertido de que responderá a cualquier agresión. La contienda puede acabar en carnicería puesto que Estados Unidos y la UE son socios comerciales históricos y entre los dos concentran el 26,8 % de las exportaciones mundiales. Por ahora lo que se sabe es que la partida se jugará sin el árbitro de la OMC. Las sensaciones no son buenas. «Tenemos aliados. Tenemos enemigos. A veces los aliados son enemigos, pero no lo sabemos», dejó caer Trump el pasado mes de enero para preparar el terreno. Lo sabe bien la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, quien tras una reunión «fructífera» con el magnate en Davos vio cómo el estadounidense ampliaba los aranceles al acero sin previo aviso.

Tras los comicios, la UE deberá reevaluar los caminos a tomar: «El balance estará condicionado por las elecciones estadounidenses», garantiza Andrew Small (ECFR). «La diferencia entre el enfoque de la Administración Trump y la mayoría de las administraciones demócratas imaginables alterarían significativamente las deliberaciones europeas», añade. En lo que coinciden la mayoría de los expertos es que la política de Trump podría llegar a disparar los aranceles entre el 30 y el 60 %. Sus escabechinas pueden costar entre un 3 y un 4 % del PIB a las tres potencias contendientes. También es ineficaz porque, en el caso de Estados Unidos, los incrementos en los empleos manufactureros vinculados a las exportaciones comerciales son del mismo orden que las pérdidas de trabajo vinculadas a las importaciones de productos chinos. El propio FMI acusó a Trump de «socavar» el sistema de comercio global: «Ojo con lo que se hace con esta máquina de crecimiento que es el comercio», le advirtió la entonces jefa del FMI, Christine Lagarde.

¿Qué opciones tiene la UE por delante? Trabajar en un Plan B de coordinación de políticas comerciales con otros países aliados para sortear los bloqueos de Estados Unidos, por si la guerra se recrudece. Construir sobre las brasas de Trump.