En Por qué fracasan los países (2012), los economistas D. Acemoglu y J. Robinson alcanzaban la conclusión de que el gran secreto del progreso económico está en la existencia de «instituciones políticas inclusivas». Según ellos, un crecimiento sólido y sostenido en el tiempo solo es posible bajo una plena democracia. Ante la evidencia de que la experiencia china de las últimas décadas iba en sentido opuesto, los autores añadían una predicción que por entonces muy pocos cuestionaron: es solo cuestión de tiempo que el gigante asiático deje atrás sus estructuras dictatoriales. Lo que desde entonces ha ocurrido, sin embargo, parece ser lo contrario. Hoy en muchas partes del mundo se observa la fórmula china, tan alejada de la idea de democracia liberal, como la que mejor puede conducir al éxito económico.
Es solamente una de las continuas sorpresas que nos está dando un país, una economía, que se mueve en un proceso de transformación tan completa y contradictoria (un ultracapitalismo dirigido por el partido comunista) que nos cuesta mucho entender sus claves. Y ello lleva a errores continuos por parte de los poderes de nuestra parte del mundo. No se ha sabido ver, por ejemplo, que China aspiraba a mucho más que a ser un jugador regional en el tablero geoestratégico; de ser una fuerza más bien residual en el ámbito militar/nuclear, ahora se descubre que una orientación central del gobierno del presidente Xi es convertir a su país en potencia hegemónica en un par de décadas. La rapidez con la que avanza su programa de misiles hipersónicos amenaza con cambiar los equilibrios mundiales mucho antes de lo que nadie imaginó.
Porque esta es la clave de los acontecimientos chinos de todo orden desde hace tres décadas: la rapidez. Es allí donde en mayor medida se ha concretado la tendencia a la aceleración del mundo contemporáneo. Con tasas de crecimiento con frecuencia superiores al 12 o 14 % durante un par de décadas, una mutación radical y rapidísima ha convertido a China en protagonista absoluto en la producción de manufacturas: en el 2019 acaparaba el 28,7 % del total mundial (frente al16,8 de Estados Unidos). No se trata de cambios cualesquiera, sino que éstos han avanzado sobre todo en dos campos cruciales que tampoco estaban en las predicciones occidentales: la tecnología de vanguardia y el comercio global. En el primero, la emersión de empresas chinas en un mundo hasta entonces dominado por el complejo Silicon Valley ha cambiado —de nuevo, acelerándolas— las perspectivas de la revolución digital; pocos pensaban, por ejemplo, que aquel país sería capaz de tomar ventaja en un viraje tecnológico como el del 5-G. Y luego está su posición cada vez más robusta en los sistemas tecnológicos de otros países; un dato: la inversión china en empresas norteamericanas de Inteligencia Artificial (IA) se multiplicó por 27 entre el 2010 y el 2017.
Y con respecto al comercio, ¿qué decir? Pues que los errores occidentales han dejado a China en posición de ventaja en amplias zonas del mundo, ya se trate de Asia o de América Latina. Hasta el punto de que ahora la duda está en si no vamos hacia una globalización escindida, una de cuyas partes estará encabezada por aquella potencia oriental y lejana.