Ella Fontanals de Cisneros se ha convertido en una de las grandes mecenas y coleccionistas del mundo
26 nov 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Cubana de nacimiento, venezolana de adopción, y con una vida a caballo entre Miami y Madrid. Todo eso, y mucho más, es Ella Fontanals de Cisneros (La Habana, 1944), mecenas, filántropa y una de las mayores coleccionistas de arte latinoamericano del mundo. Lo suyo fue un verdadero flechazo. Se enamoró «perdidamente» del arte a finales de los setenta. Rendida a sus pies cayó tras contemplar una obra —de la serie Vibraciones— del venezolano Jesús Rafael Soto, una de las figuras capitales del arte cinético y un genio de la ilusión del movimiento.
Para entonces, Ella ya llevaba casada más de una década con Oswaldo Cisneros, miembro de una de las familias más influyentes y adineradas de Venezuela, dueño de la franquicia de Pepsi y de la operadora Digitel, y ya fallecido. El empresario y la ahora mecenas se conocieron en una fiesta de la alta sociedad de la antigua Tierra de Gracia, a donde la adinerada familia de Ella había emigrado cuando ella tenía solo 13 años huyendo de la Revolución y dejando atrás a Manolo, el varón de los tres vástagos del matrimonio y simpatizante del régimen castrista, que prefirió quedarse en la isla. Ella no volvería ver a su hermano, 20 años mayor que ella, ni a saber nada de él hasta muchos años después, cuando acordaron reencontrarse en tierras británicas.
Tras un largo noviazgo, la pareja se casó en 1968. Tuvieron tres hijas: Marisa, Mariela y Claudia. Estuvieron juntos 33 años, convertidos en uno de los matrimonios más poderosos de Venezuela. Todavía no se habían divorciado cuando la boda de una de una de sus tres retoños, Mariela, levantó ampollas entre los venezolanos. Corría el año 1989 y el país andaba inmerso en una grave crisis, con las estanterías de los supermercados vacías por la falta de existencias. «La boda del siglo» la bautizaron los cronistas de sociedad de la época. No era para menos: 5.000 invitados y un menú a base de caviar, langosta y salmón, regado con champán francés, que salieron de los almacenes de la cadena de supermercados Cada, propiedad de la familia.
Poco después comenzaron dos semanas de protestas que incendiaron el país. El conocido como caracazo acabó con un elevado número de muertos y el decreto del toque de queda. La llama de la explosión social la encendieron una serie de medidas económicas anunciadas por el Gobierno de Carlos Andrés Pérez que incluían, entre otras cosas, el incremento del precio de la gasolina y del transporte. Pero no faltaron quienes vincularon el estallido final de aquel malestar social con la celebración de la boda. Algo así como la gota que colmó el vaso. Los Cisneros nunca dijeron ni mu de aquello.
Tras años adquiriendo obras aquí y allá, movida por la pasión pero sin seguir criterio alguno para conformar una colección, en 1999 decidió que había llegado el momento de hacerlo de manera profesional. Dos años después de aquello, el matrimonio Cisneros se rompió. Sin estridencias. Siempre conservaron el respeto por el otro.
Con España mantiene la coleccionista fuertes lazos, forjados tras el matrimonio de su hija Claudia con Javier Macaya, hijo de Cristina Macaya, la anfitriona más famosa de Mallorca, hoy ya fallecida también. La pareja acabó en divorcio, pero los vínculos con España siguen vivos. En Madrid tiene la mecenas un piso en la calle Fortuny. Famosa, muy a su pesar, fue la reforma de la lujosa morada. Durante las obras, los obreros rompieron la bajante inundando el piso de abajo. Mala suerte, la vecina no era otra que Carmen Lomana, quien aireó el desastre mostrando a todo aquel que las quiso ver imágenes de sus vestidos de alta costura y bolsos de lujo flotando en el agua. La cubana tiró de cartera y pagó la desfeita. Pero no se hablan; la socialité española esperaba una disculpa que, según ella, nunca llegó. Pero esa es otra historia. Y de arte, tiene más bien poco.
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