Shakira ya está de vuelta en Miami, donde se supone que no tiene de vecina a la suegra, ni a la prensa en la puerta, ni la deuda de Hacienda. Esta semana se ha pasado por Barcelona a pagar, como si hubiese encargado una tarta o un vestido, y se ha ido rumbera, con ese aire de quien se sabe empoderada y deja una propina cuantiosa para quedar bien con el servicio del restaurante o del hotel: nada menos que siete millones de euros (la multa para pactar la pena y evitar ir a la cárcel por un delito de fraude fiscal), cantidad que se suma a los 14 que ya le reclamaban las autoridades tributarias, más otros tres de intereses. Es decir, que ha pagado 24 en total. Porque «una loba» como ella —así se define la artista colombiana—, que no está para tipos como tú, mucho menos va a estar para perder el tiempo discutiendo con el fisco, que es feo, tiene michelines y encima le huele el aliento. Cortejada por su séquito, como molesta por el trato recibido, Shakira se despide con aires de diva despechada, de regreso al lugar donde, a buen seguro, la tratarán muchísimo mejor: Miami. Y sin duda, así será, porque allí, sin la suegra y sin la prensa en la puerta, podrá seguir haciendo con mucha más tranquilidad lo que ya hacen los grandes patrimonios del mundo: servirse de los complejos entramados societarios para colocar el dinero en paraísos fiscales. Ese es el nombre que se le pone a esas jurisdicciones con tasas tributarias muy bajas o inexistentes y que facilitan el secreto de la información financiera, el puente de plata para la ocultación del dinero, sea cual sea su procedencia. Shakira lo gana legítimamente como artista, al igual que otros banqueros, deportistas o empresarios, pero el Chapo Guzmán no. Y sin embargo, ahí coinciden todos, como si fuesen con la bolsa de la ropa a la misma lavandería del barrio. En Bahamas, en Panamá, en las Islas Caimán. Los paraísos fiscales concentran 140.000 millones de euros de ciudadanos y empresas españolas, según la UE. Así que nada, Shakira, gracias por dejar unas monedillas en el bote.