Junto a la diversidad de problemas detectados en los importantes informes de Enrico Letta y Mario Draghi, hay, ahora mismo, una disfuncionalidad de primera magnitud en la Unión Europea: la coordinación profunda de los dos países centrales, Alemania y Francia —verdadero corazón del proceso de integración desde hace más de seis décadas— está dando algunas muestras de agotamiento. No es que se haya perdido una visión compartida; se trata de algo más sencillo: pareciera que en ninguno de los dos países exista ahora visión estratégica alguna, pues en cuanto a precisar lo que debe ser la política económica y la evolución de la economía en el largo plazo, sus gobiernos —y sus sociedades— semejan ir dando tumbos.
Una parte importante del problema radica en la política, con el crecimiento experimentado por fuerzas nacionalistas de extrema derecha, antieuropeas en su raíz. La fragmentación del voto, la polarización y la formación de gobiernos sobre bases muy débiles, con dudas sobre su legitimidad (como en Francia) o contradictorias (Alemania), dificulta la definición de una línea de acción económica coherente, tanto a escala interna como respecto a la UE.
En el caso alemán, el viejo fortín industrial, con su impresionante capacidad exportadora, se está viendo sitiado por su pobre adaptación tecnológica en algunos sectores clave —como el automovilístico—, así como por la dinámica de recomposición —y en algunos aspectos, retroceso— del comercio mundial. Pero lo que en mayor medida define la situación económica de aquel país es la marcada insuficiencia de la formación de capital. Porque Alemania sufre un gran déficit de inversiones, que viene de muy atrás y que se manifiesta de un modo muy visible en el deterioro de sus antes envidiadas infraestructuras (entre las que destaca la red ferroviaria). Ahora se puede ya ver en toda su extensión la peor cara del rigorismo fiscal, propio del llamado ordoliberalismo, tan influyente allí. Se demuestra una vez más, pero ahora en el caso quizá más paradigmático, que el principio de finanzas públicas sanas es, sin duda, virtuoso, pero cuando se convierte en obsesión representa una amenaza muy real para el progreso.
Con ese trasfondo, no es raro que se empiece a hablar del «nuevo enfermo de Europa» (¡un enfermo muy especial, que nos podría acabar contagiando a todos!). Lo malo es que, ante ello, el Gobierno de coalición, atado por sus contradicciones y por el estricto límite constitucional al endeudamiento, apenas dé señales de vida. No es solo que se acumulen datos de crecimiento negativo (de nuevo se espera un -0,3 % para este año): es que el horizonte que se atisba es de estancamiento.
Y luego está el caso de Francia, que en algunos aspectos es opuesto a lo anterior: un cierto, aunque muy modesto, crecimiento esperado, pero con desequilibrios notables, sobre todo en las cuentas públicas (con un 6 % de déficit previsto para este año). Para el nuevo Gobierno, la única estrategia parece ser un duro programa de ajuste, de 60.000 millones de euros, muy centrado en recortes sociales, que recuerdan los vividos en España hace casi tres lustros. Como ejemplo del impacto que ello puede tener en el largo plazo, es significativa la propuesta de eliminación de 4.000 profesores en la educación pública.
Si las propuestas de reforma incluidas en los mencionados informes de Letta y Draghi definen lo que probablemente es el único camino posible para un modelo económico europeo competitivo en el mundo que viene, las respuestas llegadas de esos países (totalmente adversa la alemana, apática la francesa) dan idea clara de que el famoso eje franco-alemán está ahora mismo severamente averiado. Ambos están, digamos, en otras cosas.