
Sus padres decidieron llamarla así porque para ellos fue un regalo largamente esperado. Dos años antes de su llegada al mundo habían perdido a su pequeña Tinuccia. El dolor era inmenso. Cuentan los más cercanos a la familia que su madre lloraba y rezaba todos los días. Hasta que nació ella: Donatella. Versace (Reggio Calabria, 1955), sí. Quién si no.
Noticia casi siempre, lo es estos días porque después de 28 años como directora creativa de la firma ha decidido dejar el cargo. Algo que muchos relacionan con la inminente compra de la enseña de la Medusa por parte de Prada. El mayor indicio, que su sustituto será Darío Vitale, director de diseño de Miu Miu, una de las marcas del grupo.
Es el fin de una era. O eso parece.
Heredó esas riendas creativas que ha llevado con mano firme —no tanto en los inicios— durante casi 30 años en circunstancias trágicas, tras la muerte de su hermano Gianni, el fundador de la firma, en 1997. Asesinado a las puertas de su lujosa villa de Miami. Disfrutaba entonces el diseñador italiano de las mieles de un triunfo labrado desde abajo. Había revolucionado la moda con sus creaciones y la marca estaba a punto de hacer su puesta de largo en la bolsa con una valoración que algunos calculaban entonces en el entorno de los 1.400 millones de dólares. Tenía 50 años cuando Andrew Cunanan, un asesino en serie de 27 años, le descerrajó dos tiros en la cabeza. Le disparó tan cerca, que el cañón quedó tatuado en la piel del diseñador. Perseguido por el FBI, nueve días después de asesinar a Versace, su cadáver apareció en una vivienda flotante en Miami Beach. Se había pegado un tiro en la boca.
No le fue fácil a Donatella sacudirse la sombra de su hermano. «Durante mucho tiempo, sentí que solo estaba aquí por una tragedia, no porque me lo mereciera», confesaba hace años en una entrevista este icono de la industria de la moda y el lujo de pelo platino y ojos ahumados. Fueron años de lucha en privado para evitar que el síndrome del impostor la engullese.
Pero lo cierto es que Donatella se ha ganado a pulso su sitio en el mundo de la moda. Y no solo después de la muerte de su hermano, de quien no se ha cansado de decir que hubiese preferido «mil veces que siguiese vivo y continuar trabajando a su lado», que asumir el mando de la empresa. Antes de la tragedia, su papel en el despegue de la marca ya había sido crucial.
En su testamento, Gianni le dejó el 20 % de la empresa (otro 30 % al hermano mayor, Santo, y el 50 % restante a su sobrina Allegra) y la difícil tarea de mantener vivo su legado y agrandarlo. Y tan difícil. Ella nunca había estado al timón. Hasta entonces se encargaba de supervisar las campañas de publicidad y de las líneas Versus e Instante. Le venía grande — o eso pensaban muchos en la industria— lo de llevar la batuta.
Y lo cierto es que sus primeros pasos al frente de la compañía resultaron un verdadero infierno.
No ayudó mucho la depresión en la que estaba sumida. Tampoco los ataques de la prensa a su físico y a su afición a las retoques estéticos, o los problemas de anorexia de su hija Allegra. Ni, por supuesto, las drogas.
Vital resultó para su resurgir y el de la empresa, que sus amigos la ingresaran en un centro de rehabilitación. Con el adiós a la cocaína, llegó la resurrección. Y ahora, la eterna rubia de la moda, tras haber colocado a Versace otra vez en lo más alto, toma otros derroteros. Fuera ya de lo que fue el imperio familiar. A buen seguro que en casa no se queda.