
El pasado 28 de abril, España, Portugal y parte del sur de Francia vivieron un apagón eléctrico sin precedentes. Durante horas, millones de personas quedaron sin luz, sin trenes, sin internet, sin clases y, en muchos casos, sin explicaciones claras. Aunque el suministro fue restableciéndose, la normalidad tardó en llegar. En algunas zonas se suspendieron actividades educativas y laborales, y muchas familias se fueron a dormir sin haber recuperado la electricidad.
Más allá de los detalles técnicos, este apagón masivo ha dejado una sensación de desconcierto. ¿Cómo es posible que, en pleno 2025, una parte entera del continente europeo quede paralizada por un fallo en el sistema eléctrico? ¿Qué tipo de amenaza representa esto para nuestras economías y nuestras vidas cotidianas? Desde una mirada socioeconómica, lo ocurrido pone en cuestión algo más que un sistema energético. Lo que está en juego es la confianza en las infraestructuras que sostienen el día a día, y en las instituciones encargadas de protegerlas. En sociedades altamente tecnológicas e interdependientes, los fallos ya no se viven como accidentes sino como síntomas. Y en este caso, es claro: incluso lo más básico puede fallar de golpe.
Esta incertidumbre tiene un precio. No solo económico, que puede ser cuantioso en forma de interrupciones de negocio, pérdidas logísticas o reclamaciones a aseguradoras, sino también social. ¿Cómo se sienten los ciudadanos cuando comprueban que incluso lo más esencial puede colapsar sin previo aviso? La seguridad percibida es un bien público silencioso, pero esencial. Su erosión puede no manifestarse de inmediato, pero se acumula. Cada evento inesperado nos enfrenta a una realidad incómoda, y nos hace conscientes de que lo improbable es más frecuente de lo que creemos. Los gobiernos nacionales y las instituciones europeas deberán hacer algo más que evaluar lo ocurrido. Porque los costes ya han empezado a pagarse, y no solo en cifras. Familias incomunicadas durante horas, hospitales operando con recursos mínimos, personas atrapadas en metros o ascensores sin saber cuánto tiempo estarían allí. Angustias vividas en silencio, decisiones médicas aplazadas, alimentos desperdiciados, jornadas laborales interrumpidas. Todo eso ya forma parte del balance. Queda por saber quién asumirá las consecuencias estructurales: si serán absorbidas con responsabilidad institucional o si, una vez más, recaerán en los hombros de quienes menos margen tienen. Porque, aunque se analicen hasta el último dato técnico, lo que está en juego es la relación entre ciudadanía y sistema. Y se resiente cuando se apaga la luz.
La ciudadanía, que observa cada vez con mayor distancia las decisiones energéticas, se encuentra de pronto en el centro de sus consecuencias. No toma parte en ellas, ni en las estrategias de interconexión, pero sufre sus fallos. Cuando la información escasea y las explicaciones no llegan, se genera desconcierto y desafección. Y en democracia, esa fractura no debería tomarse a la ligera. Por eso que este tipo de crisis requiere una respuesta política transparente, europea y colaborativa. No es solo un problema nacional. La energía ya no entiende de fronteras, y sus riesgos tampoco. Es momento de exigir políticas públicas que piensen en el largo plazo. Gobernar bien no es solo resolver lo urgente, sino anticipar lo importante.
Desde Galicia, este episodio no nos afectó menos que al resto del país. Nos afectó como ciudadanos de un sistema que creemos fiable, pero que a veces nos recuerda sus límites. Porque cuando se apaga la luz, lo que queda a la vista no es solo un apagón. Es también una advertencia.
Quizá haya llegado el momento de entender que la verdadera seguridad no se mide por lo que funciona cuando todo va bien, sino por lo que resiste cuando todo falla.