
Es una hemorragia silenciosa que desangra a diario a un país donde buena parte de su población vive indiferente al drama, como si esas muertes formasen parte del orden natural de las cosas. Armado hasta los dientes y con el cogote bien metido hasta el fondo en el barrizal de la violencia, Estados Unidos presenta un balance infame y aterrador: cada día, de media, mueren siete niños o adolescentes por disparos de armas de fuego. En un país que infunde miedo y amenazas de forma constante, como si la desgracia merodease siempre a la vuelta de la esquina, miles de hogares se aprovisionan de pistolas y metralletas, igual que quien compra latas de conserva para la despensa. Es la cultura de las armas, del salvaje oeste, de salvaguardar la propiedad y de legitimar la autodefensa. De abonar ese terreno tan eficazmente se ha encargado la poderosa Asociación Nacional del Rifle, el influyente lobi que se mueve a lo largo y ancho de un territorio en el que el negocio de las armas de fuego mueve al año más de 300.000 millones de dólares. Estados Unidos solo parece conmoverse con los tiroteos de masas, cuando un perturbado irrumpe en un colegio y mata indiscriminadamente a seres indefensos. Pero nadie habla de los otros muertos; siete niños y adolescentes a diario, como si hubiese una diferente honorabilidad de las víctimas, como si esas personas hubiesen hecho algo para merecer un desenlace tan cruel. El sábado 23 de noviembre del 2013 murieron diez niños y adolescentes por armas de fuego en Estados Unidos; el más pequeño tenía 9 años; el mayor, diecinueve. Casi nadie se acordó de ellos, ni de sus familias. Salvo Gary Younge, periodista de The Guardian afincando en Chicago, que reconstruyó cada caso, hablando con las familias y amigos, buceando en las redes sociales, tratando de dar voz a los fallecidos, porque los muertos no hablan. El resultado es un libro conmovedor (Un día más en la muerte de Estados Unidos) que relata la inhumanidad y el desprecio hacia algunas vidas, injustamente condenadas al silencio.