
Resulta altamente sospechoso que el cargo de secretario de Organización de un partido (PP y PSOE ) y el de ministro de Fomento haya coincidido en varias ocasiones en nuestra historia democrática. Sucedió con Francisco Álvarez Cascos, en tiempos de Aznar; con José Blanco, en la época de Zapatero; y con José Luis Ábalos, en la de Pedro Sánchez. Desde hace ya tiempo, existe un amplio debate sobre si en España puede considerarse o no sistémico el problema de la corrupción. En el caso de la contratación de obra pública, por los recursos que maneja, todas las luces rojas se hallan encendidas. Es considerado un sector de riesgo por todos los expertos en la cuestión y, en particular, por la propia Unión Europea. El último escándalo de presuntos amaños para cobrar mordidas, que ha terminado con Santos Cerdán en la cárcel y que tiene al Gobierno colgado de una rama, menoscaba la credibilidad de las instituciones y del sistema democrático. Y se añade a una amplia lista de tramas de captura del sector público: sobran los ejemplos en los últimos años. La famosa trama Gürtel estaba ligada a contratos públicos. Esta última, le costó el Gobierno a Mariano Rajoy después de la famosa moción de censura defendida por nada menos que José Luis Ábalos en nombre de la regeneración democrática y de la lucha contra la corrupción. Sin embargo, para entender mejor el reguero de escándalos que ha sacudido la democracia española desde sus inicios, habría que remontarse a cómo se hizo la Transición. El sistema político asumió la corrupción del franquismo (una oligarquía que se forró y robó a manos llenas porque no tenía que dar explicaciones) como un mal aprovechable. La mitad de los últimos ministros de Franco continuaron en política, y la otra mitad pasó a los consejos directivos de las empresas, tal y como recuerda el magistrado Joaquín Bosch. De hecho, en 1982 se creó el Ibex, y en las 20 principales empresas había antiguos políticos de la dictadura. Un dato viejo, pero que ayuda a entender muchas cosas.