
En su decidido afán por reforzar el poder ejecutivo —entendido como su propio y exclusivo poder— Donald Trump quiere cobrarse rápidamente una pieza fundamental en el diseño de la política económica de aquel país: la independencia de la Reserva Federal. Básicamente se trata de extender el control político sobre los tipos de interés, de forma que estos acompañen a la política fiscal anunciada, basada en fuertes reducciones impositivas a las rentas altas, que probablemente impulsará el déficit y la deuda pública en los próximos años.
Fiel a su estilo, Trump ejerce su presión de la forma más descarnada, intentando forzar la dimisión de una consejera, Lisa Cook, a la que quedan aún más de diez años de mandato, dando paso a un conflicto que se resolverá en los tribunales de justicia. Aunque el presidente del Sistema de Reserva, Jerome Powell, en las últimas semanas ha dado muestras de estar dispuesto a iniciar una cierta bajada de tipos, en estos momentos debe estar entendiendo el mensaje que Trump le envía: no basta con eso, quiero todo el control. Téngase en cuenta que la política de dinero barato puede influir de un modo significativo en los resultados de las elecciones legislativas de medio plazo, pero podría estar en estos momentos contraindicada ante la posibilidad de un reavivamiento de la inflación (debido a la entrada en vigor de los nuevos aranceles). No es raro que, ante esta situación, los mercados de bonos estén mostrando un alto grado de nerviosismo.
La injerencia es sin duda insólita y responde al impulso autoritario que está omnipresente en las actuaciones de aquel mandatario. Pero no es ninguna sorpresa. El principio de independencia de los bancos centrales se expandió con gran fuerza por todo el mundo en la década de 1990 (aunque en el caso de la Reserva Federal venía de más atrás). Algunas importantes razones estaban detrás de ese movimiento: primero, está bien acreditada la relación entre grado de independencia y estabilidad de precios; segundo, permite aislar las decisiones de política monetaria del ciclo y las motivaciones electorales; y tercero, debido a la confluencia de los dos puntos anteriores, favorece la obtención de ganancias de credibilidad para esa política y para la entidad que la aplica. Cabe esperar, por tanto, que en EE. UU. las tres cosas se verán comprometidas en los próximos años (lo que explica la reacción de los mercados ya mencionada).
Pero el principio de independencia también presenta algunos importantes problemas. De hecho, ha sido denunciado por algunos autores que nadie calificaría como trumpistas (caso de J. Stiglitz), como una de las principales manifestaciones del estilo tecnocrático de gobierno del que ahora desconfían tantos ciudadanos. Además, la eventualidad de una falta de coordinación con otras políticas —en manos de sujetos distintos e independiente entre sí— abre las puertas a una posibilidad inquietante: que el conjunto de la acción pública se haga incoherente o caótica. Por estas razones, a partir de la crisis financiera del 2008 en un buen número de países surgieron dudas sobre la conveniencia de seguir permitiendo que los bancos centrales actúen de un modo autónomo. En algunos casos, incluso, la situación revirtió: el más notorio es el del Banco de Japón, uno de los cuatro grandes en el mundo, que pasó a estar de nuevo muy controlado políticamente a partir de las reformas heterodoxas del ex primer ministro Shinzo Abe.
Aun con todo eso, la banca central independiente fue un pilar clave del modelo de crecimiento económico en la moderna globalización. Ahora que ese modelo se está desmoronando, ¿cómo extrañarse de que un gobernante tan poco inclinado a compartir el poder como Donald Trump quiera apoderarse de la Reserva Federal?