En lo que llevamos de siglo, la Unión Europea ha dado respuestas diferentes, en intensidad y acierto, a la sucesión de crisis de todo tipo a las que se tenido que enfrentar. Si ante la crisis financiera del período 2008-2012, su política timorata y gravemente equivocada creó más problemas de los que resolvió, dejando además un legado que llega hasta ahora mismo (visible por ejemplo en el retraso de la inversión), la actitud cambió radicalmente durante la pandemia: en ese momento su conducta proactiva permitió una rápida salida de la situación de colapso; apareció entonces una visión y una promesa transformadora que duró unos pocos años… pero que ya parece agotada. Porque ante el nuevo y complejo panorama geoeconómico, nuestro continente apenas da señales de dinamismo.
Es cierto que en ese nuevo orden Europa cuenta con malas cartas. El retraso tecnológico frente a las potencias norteamericana y china (que algunas fuentes estiman en diez años); la dependencia en materia energética y de minerales críticos; el bajo crecimiento, no solo en una perspectiva de corto plazo; el invierno demográfico; o el hecho de que las dos economías que definen su eje central, las de Alemania y Francia, se encuentren atrapadas en sus propios laberintos económicos y políticos. Esos son algunos de los arduos problemas a los que se enfrenta el modelo europeo, esa aleación de versiones avanzadas de prosperidad económica, democracia liberal y Estado de bienestar. Un modelo que ahora sufre una importante amenaza exterior: desde Estados Unidos, el tándem Trump-Vance no disimula el propósito de lograr su dilución (coincidiendo en eso con Vladimir Putin).
Ante esta nueva situación, la Unión Europea está obligada a reaccionar. Por eso, muchos pensábamos que esa presión externa abriría una ventana de oportunidad para que Europa diese varios pasos adelante en su proceso de integración, completando mercados (como el energético o el de las finanzas), retomando en serio la doble transición y afrontando los viejos problemas que lastran la productividad (desde el minifundismo empresarial al exceso de burocracia). Podría decirse que, ante la amenaza el presidente norteamericano, Donald Trump, los europeos están apremiados a comportarse como adultos. En ese sentido, fue muy oportuna la aparición de los informes elaborados por Enrico Letta y Mario Draghi; este último estableció la imperiosa necesidad de dinamizar la política industrial, con un cálculo del volumen de inversión imprescindible para ponerse al día: 1,3 billones de euros, que debiera ser financiado a través de algún mecanismo de deuda mancomunada.
Lo que estamos viendo, sin embargo, va en dirección opuesta. No es solamente el retroceso de los objetivos climáticos o la inacción en materia tecnológica; es que no parece que los órganos comunitarios se estén tomando en serio las propuestas de los informes mencionados, que ellos mismos encargaron. Lo acaba de decir con claridad el propio Draghi: vamos mal, incluso peor que hace un año; la política industrial no acaba de despegar y apenas un 11 % de las recomendaciones reformistas incluidas en su informe (exactamente 383) han sido llevadas a efecto.
Pero tal vez lo peor, lo que más inquietud o abierta decepción causa, es la actitud claudicante que nuestros dirigentes manifiestan ante la agresividad que viene desde Estados Unidos. La estrategia del apaciguamiento se va imponiendo en las relaciones trasatlánticas, se trate de aranceles, gasto militar, posicionamientos ante los conflictos o presiones para reducir la regulación de los monopolios tecnológicos. Inclinar la cerviz no parece buena política ante los matones. Y no ayuda para afirmar una mínima posición de liderazgo internacional.