EL ARTE Y LA NATURALEZA

La Voz

OPINIÓN

JUAN J. MORALEJO

15 abr 2002 . Actualizado a las 07:00 h.

No te tengo mucha afición a los tópicos y ese de que la Naturaleza imita al Arte lo tenía yo calado en la sospecha de que es la Naturaleza la que pone la materia prima y el copión es el Arte, que pone, como mucho, los matices y los flecos. Como era de esperar, no podía estar equivocado y acabo de encadenar un par de experiencias en las que el Arte de la primera ha quedado por detrás de la Naturaleza de la segunda. Ahora brindo ambas experiencias a todos los padres y madres, papás y mamás, papis y mamis de la tropa infantil y juvenil que en estos últimos tiempos ha llegado a inquietar incluso y por fin a las autoridades y responsables en cuestiones de instrucción y buenas maneras. Digo yo, y a lo mejor digo bien, que las experiencias que paso a contar pueden ser del mismísimo prólogo de la cartilla de las buenas maneras que son absolutamente imprescindibles para pasar con provecho a los libros de la instrucción. Of course , hablo de ambientes, actitudes, motivaciones, responsabilidades... Vamos allá con el Arte: una excelente película en la que una madre con pocos recursos, pero demasiados mimos al tierno fruto de su vientre, se empeña hasta las cejas, y sin que su marido lo sepa, para conseguir la pasta gansa que necesita para que al nene no le falten en su cumpleaños las zapatillas molonas y de marca guay que usa no sé qué crack de la NBA. Casi se lía a bofetadas por hacerse con el último par del color que le mola al nene. Y llega la gran ocasión y el verbo regalar se queda corto: la madre ofrenda a su dios, el nene que cumple los quince, las zapatillas divinas... ¡Jo, mamá, si ya no molan! Ahora en el cole lo guay es la Play Station que ya tienen Fulanito y Menganito y que da un buen rollo que no te haces idea... Bueno, cuesta cuatro mil pesetas más que las zapatillas, pero, si las devuelves... Y la mamá alucina y al impertérrito cabrito, en precoz e irresistible ascensión a terminar en -ón , a gusto le daríamos una colleja todos y cada uno de los espectadores. Y ahora es el turno de la Naturaleza: entro en la farmacia a apuntalar mi cuerpo serrano y sale una madre que ha comprado un cepillo de dientes y arrastra a la tierna fruta de su vientre, fruta llorosa y enfuciñada. Tengo que hacer cola y al cabo de cinco minutos vuelve la madre con la nena, que ya es todo un esplendor de sonrisas que ni Marisol y Shirley Temple en comandita... «Mire, por favor, deme el cepillo eléctrico porque éste no me lo quiere la niña! ¿Qué le debo?». Y me pareció escuchar que nueve mil y pico pesetas y me imaginé a Herodes patentando cepillos eléctricos con calambre de esos que llegan al nervio de las muelas. Un calambre bajito, un par de voltios, los bastantes para electrocutar a perpetuidad los morros tras los cuales la mamá suponía bien unos dientes que iban que chutaban con el cepillo propulsado por energía manual. Acababa de ver una película y creí que estaban rodando otra.