EL PASADO viernes, la ministra española de Exteriores, Ana Palacio, se mostró preocupada por la detención de Carlos Fernández, el jefe de la patronal, enmarcada en una ofensiva de Hugo Chávez contra la oposición que dirigió la huelga salvaje que paralizó Venezuela. El presidente arremetió contra Aznar por inmiscuirse en los asuntos internos de su país. Llovía sobre mojado: España había visto con simpatía el golpe de Estado que casi acaba con Chávez. La ministra tenía razón en preocuparse, aunque su declaración no fuera diplomáticamente correcta, no así nuestro Gobierno cuando apoyó tácitamente la asonada cívico-militar. Algún grupo violento, de signo desconocido, ha colocado ahora una bomba en la Embajada española. Chávez fue un militar golpista. Sin embargo, desde que decidió pasar a la política ha obtenido impresionantes victorias en las urnas. Es un admirador de Fidel Castro, un personaje extravagante y a veces ridículo, cuya imagen de caudillo bananero le perjudica. Gobierna un país muy rico en petróleo y, por tanto, siempre está en el punto de mira de Washing-ton, lo que -que se lo digan a Sadam- nunca es bueno. Pero, guste o no guste, es un presidente legítimamente elegido por el pueblo, aunque las encuestas digan que ha perdido buena parte de su apoyo. Venezuela ha seguido siendo una democracia con Chávez al frente, aunque haya habido algunas derivas autoritarias rechazables, sobre todo tras ser acorralado en la calle estos últimos meses. Pero, contra lo que muchos han difundido, en aquel país ha funcionado una prensa y una televisión libres y en su gran mayoría muy críticos con el presidente. Bajo su mandato, la sociedad venezolana se ha dividido en dos bandos casi irreconciliables, ricos y clase media por un lado, pobres y desheredados por el otro. Esa fractura no es deseable, pero sólo a los venezolanos les corresponde, con sus votos, cambiar la situación. Si quiere la mayoría. Así es la democracia.