PARA MÍ que hay dos Aznar. El que habla de sacar a España del rincón de la historia, proporcionándole un relevantísimo papel en el mundo. El que presume, por sí o por boca de Ana Palacio, de que nunca nuestro país, desde hace trescientos años, se situó en una posición semejante de protagonismo. El que irrita con sus broncas y gestos arrogantes, el belicista que aspira a tocar el sol aún a riesgo de quemarse, en icárico concepto de la política. El Aznar símbolo de la eterna España «insaciable de sí misma...». Y este otro Aznar que, aproximándose las elecciones, ha dicho, frío como estatua, que quiere que España sea un país aburrido, porque así será «un país normal». Curioso concepto de la normalidad que, en su mente, parece apuntar a una sociedad plana, donde nunca pase nada ni nada cambie, ciertamente aburrida, sin genio ni excesos y, se supone, donde las oscilaciones del voto a los partidos alcancen cada cuatro años tan sólo unas mínimas décimas porcentuales. Cuando dragón, dragón; cuando hidra, hidra.