«ES IMPOSIBLE hacer acuerdos israelo-palestinos sin romper el brazo a alguien, y posiblemente a las dos partes». Esto ha dicho Shlomo Ben Ami en una reunión celebrada en Toledo entre expertos árabes e israelíes para debatir el panorama en Oriente Medio después de la intervención armada en Irak. Nadie lo había dicho tan alto y claro, mucho menos un israelí como Ben Ami, ex-embajador en Madrid, ex-ministro de Exteriores de Israel y experto en dejarse la piel (y casi el brazo partido) en cuantos intentos y planes de paz han ocupado a israelíes y palestinos durante los últimos veinticinco años. Y sus palabras adquieren, a mi juicio, su mayor sentido dichas a los pocos días de conocerse un programa de pacificación llamado hoja de ruta en el que, bajo los auspicios de Estados Unidos, ONU, UE y Rusia, se conciertan ideas para meter en cintura a una pareja de tan excepcionales trileros como la constituida por el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yaser Arafat, y el primer ministro israelí, Ariel Sharon. El programa sugiere, en realidad y para quien no le sirva de molestia percibirlo de tal modo, una medida -expresada con el movimiento tan sólo de los labios, de manera casi clandestina- de hasta qué punto las potencias concernidas están hasta las narices de semejante par de expertos en llevar cualquier posibilidad de arreglo al rigor de su extremismo más improbable. Si a Arafat se le exige algo para lo que tiene tan pocas ganas como es acabar con el terrorismo palestino, a Sharon se le conmina (por enésima vez) a cancelar su exasperante programa para el establecimiento y desarrollo de asentamientos judíos en territorios que no son de Israel. Ambas obcecaciones tienen mucho que ver con la aureola mesiánica de la que tanto gustan adornarse los encartados, con su pasión por el martirologio y su tendencia al suicidio por la vía de los ciudadanos interpuestos. La exigencia y la conminación recaídas sobre uno y otro revisten el propósito de acabar con sus respectivas carreras y enviar a ambos a una dimensión en la que no estén ni en canciones. El designio es más fácil de articular mediante presiones sobre Arafat que con respecto a Sharon, cuyo cargo depende de unas elecciones. Pero las cosas se hacen como se puede y, por ahora, lo único que se va pudiendo es incrementar la presión sobre Sharon para que acceda a someterse sin romper demasiados platos, e ir cerrando sobre Arafat un círculo diplomático que haga evidente su ostracismo. En este sentido, no es poca cosa haber logrado desplazarlo al papel decorativo y protocolario de presidente de la ANP -nada menos, pero también nada más- en favor de Abu Mazen, designado primer ministro palestino con todo el apoyo de EE. UU., ONU, UE y Rusia, y con la recomendación de dirigirse a él y no a Arafat. Pero Javier Solana, alto representante de la Política Exterior de la UE, ha decidido irse a ver a Arafat, como si estuviera dispuesto a demostrar que la política no sólo es el arte de lo posible, sino también el de lo imposible y el de hacer trastradas. ¿De qué va Solana? Pues de un palique parecido al que entrañaría una cita en Londres de la ministra de Exteriores Ana Palacio con Isabel II para resolver el problema de Gibraltar. Esta cita tendría una cierta gracia. Aquélla no es más que ganas de tocar el colodrillo de unos cuantos.