El «Indio» Fernández

| IGNACIO RAMONET |

OPINIÓN

27 abr 2004 . Actualizado a las 07:00 h.

INVITADO por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, estoy en Guadalajara, México, dictando un seminario en el marco de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, que tiene su sede en la universidad de esta ciudad, capital del estado de Jalisco, otrora Nueva Galicia. Se acaba de celebrar aquí la Semana del Cine Mexicano y la prensa rinde homenaje al realizador Emilio Fernández el Indio (1904-1986), en el centenario de su nacimiento. El apodo le viene de su mestizaje: su madre, indígena, pertenecía a la tribu kikapú, de Cohauila. Su padre era coronel del ejército. Conocí al Indio hacia 1985, poco antes de su muerte, a la vera de la torre Eiffel, en casa de Mercedes Iturbe, musa de la intelectualidad azteca y directora entonces del Centro Cultural de México en París. El Indio Fernández era toda una leyenda. Fue el primer cineasta latinoamericano considerado como un auténtico maestro del cine. Había trabajado en Los Angeles, en los años 1920, con el realizador soviético Serguei Eisenstein, cuyo estilo a base de imágenes fuertes lo marcó para siempre. Junto con Gabriel Figueroa, que había sido asimismo asistente de cámara de Eisenstein en ¡Que Viva México!, el Indio realizó películas inolvidables como Enamorada, La Perla, María Candelaria o La Malquerida , interpretadas por los míticos Pedro Armendáriz y Dolores del Río. Fue amigo íntimo de Diego Rivera y también, entre muchos otros, de Juan Rulfo, de Luis Buñuel y de John Huston. En una de las últimas películas de éste - La noche de la iguana - interviene como actor, ya muy mayor y retirado del cine. Pero el carácter legendario del personaje provenía sobre todo de su vida aventurera. Se había enrolado a los 15 años en la Revolución mexicana con Pancho Villa, y a los 19 estuvo a punto de ser fusilado por los federales del general Obregón. Huyó a Estados Unidos. Allí ejerció un sinfín de oficios, fue extra en Hollywood, boxeador, empleado de lavandería, camarero, panadero, camaronero, clavadista (en Acapulco), aviador, ayudante de imprenta, albañil y actor, antes de convertirse en realizador. Adquirió una sólida reputación de mujeriego y de pendenciero. En esa velada parisina en que lo conocí más bien me pareció un gran soñador melancólico. Con su ronca voz de macho marchito me contó que añoraba el mundo de antes. «En los años 30, el ruido que más se oía en la ciudad de México era el que hacían los cascos de los caballos en el empedrado de las calles. Entonces sí que había hombres de verdad. Con caballos. Porque a caballo es como se rapta a las mujeres». ¿Era cierto que había tenido mil amoríos? «Cuando se alcanza mi edad -me respondió-, ya sólo te queda recordar aquellas pasiones. Y lo curioso es que las que más te vienen a la memoria no son los amores fuertes, vividos hasta su extinción con feroz intensidad, sino los que apenas empezaron y no llegaron a realizarse. Los que pudieron ser y no fueron. Te queda para siempre la nostalgia de aquellos amores chiquitos»¿ Le pregunté si era verdad que, en los años 1970, en Torreón, había matado a un hombre de un disparo. Me contestó: «No era un hombre. Era un crítico de cine, y pésimo. Me vino a provocar en mi propia casa. Pensaba que yo no tendría agallas para pegarle un tiro no más. Se equivocó».